Por: Bibiam Aleyda Díaz
Han pasado más de siete meses desde el inicio de la pandemia provocada por la COVID-19, que ha infectado a más de 11 millones de personas en América Latina y el Caribe y cobrado la vida de más de 400 mil, después de que Brasil reportara el primer caso en la región.
Los impactos negativos de esta crisis son múltiples y devastadores, y han afectado todas las dimensiones del desarrollo y bienestar de nuestros países, incluido por supuesto el derecho de los niños, niñas y jóvenes a recibir educación y atención integral para su desarrollo. UNESCO estima que, en el momento más crítico de este período, más de 160 millones de estudiantes dejaron de estar en sus escuelas, y cerrando octubre al menos 137 millones seguían sin recibir educación presencial.
Esto significa que, entre mediados de febrero y finales de septiembre, las escuelas y colegios de la región acumularon en promedio 20 semanas cerradas, lo que representa casi tres cuartas partes de un calendario académico regular (de 38 semanas en promedio). Si comparamos esta duración con lo que ha ocurrido en otras regiones, vemos que en ALC el cierre ha sido más largo que por ejemplo en Europa (45%), África (57%) o Asia (61%).
La no asistencia a la escuela en nuestros países es ya una de las principales barreras para el aprendizaje, y este cierre afecta a todos los estudiantes, y en especial a aquellos que, por las condiciones socioeconómicas de sus familias o por habitar en zonas rurales entre otras razones, tienen menos oportunidades para aprender. Además, esta emergencia puso a muchos en riesgo de abandono definitivo, y limitó su acceso a otros programas que se ofrecen desde las escuelas como los de alimentación escolar y jornadas extendidas, entre otros.
Los gobiernos latinoamericanos han desplegado múltiples planes de atención a esta emergencia educativa, que buscan dar continuidad a la enseñanza, mitigar la pérdida de aprendizaje, y asegurar que los estudiantes tengan acceso tanto al aprendizaje como a las estrategias de cuidado y protección que se brindan a través de los centros escolares.
Son múltiples los frentes que atender para poner en marcha estas respuestas. Uno muy importante, tiene que ver, por ejemplo, con adelantar las adecuaciones relativas a las infraestructuras escolares, que aseguren no solo el distanciamiento físico necesario, así como condiciones básicas de agua, saneamiento e higiene, sino también las condiciones de infraestructura tecnológica y conectividad que faciliten el desarrollo de las actividades académicas en y fuera de la escuela.
Pero quizás el desafío mayor en términos educativos, es el ajuste a la gestión académica, la organización escolar, y la debida transición curricular y pedagógica, que permitan mantener el aprendizaje en un contexto en el que las escuelas van a permanecen cerradas (total o parcialmente) los próximos meses, y diseñar planes de vuelta a la presencialidad, en unas condiciones inciertas respecto al comportamiento del virus, donde los procesos escalonados y graduales y el distanciamiento físico seguirán siendo imprescindibles.
Este ajuste a la organización escolar implica una definición cuidadosa de criterios para llevar a cabo una vuelta organizada y progresiva teniendo en cuenta, por ejemplo, los niveles educativos (mayor cantidad de estudiantes en primaria demandan más atención de padres; facilitar la terminación de la secundaria, etc.), la ubicación geográfica de las escuelas según comportamiento de la pandemia (en zonas rurales donde hay bajo contagio, no se usa extensivamente el transporte público y se disponga de agua), y la organización de grupos y turnos o jornadas alternas (para evitar aglomeraciones y permitir la limpieza profunda continua de los centros); y por supuesto la opinión y sentir de docentes, directores y padres de familia con quienes se debe concertar y organizar esta planificación.
Así mismo, una transición pedagógica y curricular que permita mantener el aprendizaje en este nuevo entorno educativo exige poner en marcha estrategias que faciliten las actividades educativas a distancia, lo cual implica sobre todo entender que el formato presencial no es replicable en línea, y que los materiales por sí mismos no funcionan (a menos que estén diseñados para el autoaprendizaje). De igual forma, debe partir de reconocer la diversidad de las características de las familias (en el acceso a materiales de cualquier tipo, a internet, su capacidad de uso de las TIC) y por supuesto las capacidades institucionales de las escuelas y de los maestros.
Implica también diseñar currículos priorizados o de emergencia, tema que no es nuevo para el sector, y que nos reta a acordar con las comunidades educativas cómo retomar los planes de clase, cómo incorporar en las interacciones el apoyo socioemocional a los estudiantes, qué tipo de actividades lúdicas pueden favorecer para el aprendizaje, cómo flexibilizar los tiempos de instrucción entre otros. La decisión sobre cuales aprendizajes priorizar debe tomarse desde un enfoque de derechos, inclusivo e intercultural, y debe partir del reconocimiento de las necesidades específicas de los estudiantes (diagnóstico), empezar por los aprendizajes mínimos básicos (imprescindibles) y proponer actividades de nucleación y contextualización de los conocimientos (enfoque integrador y significativo).
Como era esperable, la implementación de esta transición pedagógica y curricular ha acelerado el desarrollo de iniciativas de aprendizaje a distancia basadas en uso de internet y de otros medios de comunicación, y en prácticamente todos los países de la región se están fortaleciendo o desarrollando plataformas virtuales de aprendizaje y nuevos contenidos educativos.
Los avances que se logren en esta materia en los próximos meses van a determinar en gran medida que se logre estabilizar una “nueva normalidad” en el ámbito educativo a través de la combinación de estas herramientas. Por ello, es muy importante que estas iniciativas sean diseñadas e implementadas con un enfoque de transferencia de recursos de aprendizaje y apoyo integral hacia los docentes y hacia las familias, y en este sentido, se asegure el desarrollo de los procesos de capacitación y acompañamiento docente, y la distribución de materiales de apoyo para los padres.
Finalmente, la transición también implica ajustar otros componentes de la gestión académica además de los currículos y los contenidos como son los sistemas de evaluación y promoción, e iniciar la preparación de planes de remediación y nivelación para aquellos estudiantes que se vieron más afectados por el cierre, así como el desarrollo de estrategias para lograr que la mayor cantidad de estudiantes continúen vinculados a la formación y regresen a las escuelas.
Nota publicada en CAF , reproducida en PCNPost con autorización.
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SOURCE: CAF
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