Por: Pascual Gaviria Uribe.
Salir a las calles de siempre, a las aceras de la rutina ahora acelera la respiración ¿Un privilegio, un riesgo, una violación al compromiso común? Esas son las primeras preguntas. Todo inspira cierto temor a pesar de que voy armado de alcohol y un pequeño frasco de antibacterial. Aparece un semáforo con sus ciclos intactos. Se ve rígido e inútil. La ciudad vacía nos hace prestar una atención distinta. Los loros rechinan como nunca, las palomas gorjean su hambre con un murmullo colectivo que asusta. Un celador riega un balde de agua a mis espaldas y me hace dar un brinco.
Mientras las redes rechinan y se dan las cruentas batallas de teclado, la ciudad muestra una cara apacible. El encierro, la política, los comunicados que se superponen y los decretos que se contradicen multiplican la neurosis y el mito de la ciudad vacía. En Medellín, el decreto no dio autorización para salir a comprar alimentos, pero algunos caminan con juicio hasta el mercado y hacen sus compras. El Metro deja oír su zumbido cada media hora y unos pocos buses ruedan.
Recicladores, barrenderos y domiciliaros son los dueños de la ciudad, ejercen su mayoría con desenfado. Desde las casas muchos piden leyes marciales, claman por la policía y el ejército. Mientras tanto la policía trabaja con absoluta tranquilidad: cuidan la fila de los habitantes de calle que reciben almuerzo en el Centro: ahora todo es de lejitos, los uniformados no increpan, no tienen un bolillo en la mano. Los comensales respetan la fila y celebran su ración de arroz, papa sudada, pasta y salchicha. Parece que la vida más cruenta de afuera tuviera mucho que enseñarnos a quienes ya armamos bandos entre obedientes y malmandados.
Los más piadosos han resultado los más desobedientes. En Irán lamen las rejas de las mezquitas cerradas como un desafío a ese enemigo invisible en la tierra. Entre nosotros una iglesia cristiana decidió abrir sus puertas a la misma hora que iniciaba la cuarentena obligatoria en Medellín. Tuvo que llegar la policía a poner orden terreno. El empleado de una estación de servicio les suelta el reproche con aliento a gasolina: “¿Es que para ellos no aplica el toque ni el virus?”. No les suelta dos lenguas de fuego por pura precaución.
Las muertes por el Covid19 serán inevitables. Ya hemos comenzado el conteo. Las medidas son urgentes, y pueden limitar las libertades personales pero no pueden suspenderlas. La tentación de la servidumbre, de entregar toda la responsabilidad a la severidad de un dirigente o un gobierno, puede resultar peor que los estragos del virus. La potencialidad de contagiar a otros es un patrimonio de todos, no es un asunto de víctimas y victimarios. No somos una mayoría de sanos contra los apestados o los posibles transmisores. Muchos invocan el derecho de las mayorías para aplicar represalias y discriminaciones. El llamado a una especie de purga epidemiológica surge de manera espontánea. En Italia la gente señala a quienes salen a trotar o a montar en bicicleta mientras los contagios suceden en los puestos de trabajo de quienes tienen que mantener unos mínimos vitales para todos.
La histeria podría llevarnos a ver a los ancianos “prófugos” para recibir un poco de sol en los parques, para recuperar algo de vitamina D. Todas las decisiones, sean médicas, sean políticas o sociales, tienen efectos secundarios. Ya condenamos a unos ciudadanos a ser apátridas, luego se gritó para que otros vivieran un exilio rural por salir de sus apartamentos el fin de semana. Pero tendremos que ir haciendo porosa, poco a poco, con responsabilidad, nuestra burbuja de cuarentena. Me lo dijo un risueño reciclador en medio de su rebusque en la ciudad vacía: “al que no sale no le da el viento”.
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