La educación ha sido promovida desde hace tiempo como un poderoso medio para cambiar la posición de las mujeres en la sociedad. Los mayores ingresos, acceso a oportunidades y la exposición a normas sociales más igualitarias pueden contribuir a proteger a las mujeres de los abusos, entre otras cosas permitiéndoles elegir mejores parejas.
Sin embargo, la evidencia reciente muestra que es posible que el rol de la educación como factor de protección sea limitado. Es incluso posible que la violencia física y sexual sea más común entre las mujeres más educadas. Y, al parecer, es menos probable que una mujer educada denuncie los abusos.
Quizá esto parezca contradictorio, pero se explica en parte por las extremas dificultades que implican denunciar la violencia física y sexual. Después de todo, los abusos en el hogar son en gran parte invisibles y se producen tras puertas cerradas. Y a menudo las mujeres guardan silencio por diversos motivos, entre ellos los vínculos emocionales, sociales y económicos que unen a los miembros de una pareja y el estigma que acompaña la denuncia de los abusos.
Actualmente, la mayoría de las investigaciones llevadas a cabo sobre la violencia se basan en datos reportados por las propias víctimas, particularmente en las Encuestas Demográficas y de Salud (DHS, por sus siglas en inglés, Demographic and Health Surveys), recogidos a través de entrevistas cara a cara con preguntas directas sobre actos concretos de violencia. Debido a su cobertura (más de 120 encuestas en 61 países en vías de desarrollo) y la implementación de rigurosos protocolos éticos y de privacidad para garantizar la seguridad y el bienestar de las participantes, estas encuestas son consideradas como el máximo referente en la recopilación de datos sobre la violencia de pareja.
Sin embargo, puede que hasta los protocolos más rigurosos sean incapaces de dar a las mujeres la confianza necesaria para denunciar adecuadamente los abusos. Al fin y al cabo, las mujeres deben exponerse a un entrevistador que no conocen y reconocer conductas, aunque se hayan perpetrado contra ellas, que encuentran vergonzosas y estigmatizadoras.
Una investigación llevada a cabo en Perú por Jorge Agüero y yo misma evalúa una posible solución. Usamos un método de encuesta alternativo que ofrece total anonimato a las mujeres para obtener tasas de prevalencia más precisas. Nuestros resultados contradicen los estereotipos tradicionales y muestran que la violencia es altamente predominante entre las mujeres más educadas.
Encuestamos a alrededor de 1200 mujeres pobres que son clientes de una institución de microfinanzas y que residen en los alrededores de Lima. Dividimos la muestra aleatoriamente entre un grupo de control y un grupo de tratamiento. En el grupo de control, el cuestionario incluía preguntas directas cara a cara sobre diversos actos de violencia física y sexual, siguiendo los estándares de las encuestas de DHS tradicionales. Pero a estas mujeres también se les presentó una lista de cuatro preguntas neutras (por ejemplo, ¿ha viajado alguna vez al extranjero?; ¿Ha perdido alguna vez un teléfono celular?) y se les pidió que dijeran a cuántas de esas preguntas respondían afirmativamente.
Entretanto, el grupo de tratamiento no recibió las preguntas directas sobre violencia física o sexual, pero se les dio la misma lista de cuatro preguntas neutras, como en el grupo de control, con una pregunta adicional sobre un acto de violencia física o sexual concreta (por ejemplo, ¿alguna vez su compañero le ha jalado el pelo?) y se les preguntó a cuántas de aquellas preguntas respondían afirmativamente.
Dado que la aleatorización garantiza que el número promedio de preguntas a las que se respondía afirmativamente en la lista de preguntas neutras sea la misma en ambos grupos, la tasa de prevalencia de un determinado acto de violencia física o sexual es sencillamente la diferencia entre el grupo de tratamiento y el grupo de control en el número promedio de preguntas a las que se responde afirmativamente. Este tipo de reporte indirecto nos permitió inferir las tasas de prevalencia agregadas sin exponer a las mujeres a los riesgos y sentimientos negativos que provoca el reporte directo.
Los resultados fueron sorprendentes. Aunque en términos generales no había evidencia de sub-reporte bajo los métodos directos, las mujeres con educación terciaria, sea educación técnica o universitaria, tenían una mayor probabilidad de haber sufrido abusos y una menor probabilidad de haberlos denunciado.
El 51% de las mujeres con mayor nivel de educación, por ejemplo, había sufrido jalones de pelo por parte de su pareja. Pero sólo el 17% de ellas denunció esa conducta en las preguntas directas, lo que revelaba una diferencia de aproximadamente 34 puntos porcentuales entre las tasas de prevalencia reales y las denunciadas. En cambio, el 40% de las mujeres con menor nivel de educación había sufrido ese tipo de abuso, sin que se observara una diferencia estadísticamente significativa en las tasas de prevalencia entre el método directo y el indirecto.
De la misma manera, el método indirecto revela que las mujeres con mayor nivel de educación eran más propensas a ser golpeadas (39%) o a haber sufrido actos sexuales no consentidos (el 10,5%) que las mujeres con menor nivel de educación (12,6% y 4%, respectivamente). La relación entre educación y violencia se invierte completamente cuando medimos las tasas de prevalencia usando métodos directos.
¿Por qué las mujeres con mayor nivel de educación sufren un mayor grado de violencia en el hogar? Esto no está del todo claro. Sin embargo, puede que se esté gestando un efecto de contrataque (male backlash effect). A medida que las mujeres se vuelven más empoderadas y que su nivel de ingreso se acerca o supera al de sus parejas, puede que aumente la pugna por el control y los recursos en el hogar. Esto puede desatar la violencia y la tasa entre las mujeres más educadas puede aumentar. Al mismo tiempo, la exposición a normas sociales más igualitarias entre las mujeres con mayor nivel de educación puede convertir el estigma en una carga aún más pesada y crear mayores barreras para reportar la experiencia de violencia.
Una de cada tres mujeres en el mundo ha sido víctima de violencia física y/o sexual a lo largo de su vida, una estimación que no tiene en cuenta las numerosas víctimas que siguen siendo invisibles.
Esto, a su vez, ha contribuido a un movimiento de carácter mundial. En Argentina, por ejemplo, después de que en 2015 se encontrara el cuerpo de una niña de 14 años, golpeada y embarazada, enterrado en la casa de su novio, se organizaron protestas en todo el país utilizando el hashtag #NIUnaMenos. Decenas de miles de personas salieron a la calle.
En Perú, una manifestación organizada por el mismo movimiento al año siguiente se convirtió en la más grande de la historia del país, con más de medio millón de participantes. Y en Estados Unidos, las denuncias pasando por estrellas de cine como Angelina Jolie y Salma Hayek y trabajadoras industriales en Chicago, han producido una agitación cultural que ha resultado en promesas de reformas en Hollywood, los medios y el Congreso de Estados Unidos.
Sin embargo, la lucha contra la violencia incluye medirla adecuadamente, de modo que las intervenciones puedan dirigirse acertadamente hacia las mujeres más vulnerables. Complementar los datos tradicionales recopilados con las encuestas de DHS con las mediciones derivadas de experimentos de lista parece ser una estrategia sumamente prometedora para visibilizar la violencia entre las víctimas que tienden a ocultarla.
Nota publicada en el blog “Ideas que cuentan” del Banco Interamericano de Desarrollo BID, reproducido en PCNPost con autorización.
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