Cuando me detienen por la calle, en una plaza o en el tren, para preguntarme qué libros hay que leer, les digo siempre: “Lean lo que les apasione, será lo único que los ayudará a soportar la existencia“. Ernesto Sábato, Antes del fin.
Por: Gustavo Bell Lemus.
La cuarentena
La imperiosa necesidad que tiene por estos días la humanidad, para mantener la cordura y superar con éxito esa mortal alimaña llamada coronavirus, ha demostrado — si acaso tendría que hacerlo — la utilidad de lo inútil, afortunada expresión del profesor italiano Nuccio Ordine, a quien, valga la ocasión, le deseamos buena salud y buen resguardo en su biblioteca de Calabria. Sí, la utilidad de la cultura y el arte para mantenernos saludables mentalmente.
En efecto, no hay publicación periódica (digital o impresa) o columnista que se respete que por estas calendas no recomiende la lectura de algún libro, la visita guiada a un museo virtual, las notas de una sonata de Bach o nos recuerde la vida y obra de algún artista consagrado para sobrellevar mejor la reclusión forzada. Y no se trata de ocupar el tiempo por el prurito de mantenernos ocupados, sino de aprovecharlo para conocer y aprender de las grandes obras del ingenio humano.
Ahí están, por ejemplo, la lista de novelas y relatos de la literatura universal que han tratado el tema de las pestes, desde las descripciones de los clásicos de la antigüedad, pasando por Bocaccio, Defoe, Camus, hasta García Márquez con su aclamada novela El amor en los tiempos del cólera. Hay de veras un amplio repertorio para escoger a quién leer y a qué época trasladarnos.
Ahora bien, quienes han hecho de la lectura una parte esencial de sus vidas conocen y disfrutan de ese estado del espíritu, parecido al éxtasis, que es el de sumergirse en las páginas de un libro y aislarse por completo del mundanal ruido, por muy ruidoso que éste sea, como se puede (¿podía?) constatar en el metro de cualquier gran ciudad. Aislamiento y lectura son ciertamente actividades inseparables. Quien lee se aísla del prójimo y de su entorno para irse a otro lugar diferente al que ocupa su física humanidad. Visita y conoce otros prójimos, dialoga con antepasados cercanos o remotos. Un libro es la perfecta máquina del tiempo, a través de sus páginas nos vamos a la época que queramos, escuchamos a quien se nos antoje y viajamos adonde queramos sin necesidad de visa ni equipaje alguno.
Por lo demás, no hay que divagar mucho sobre el placer de la lectura pues ya lo han hecho en forma magistral mentes excepcionales como Marcel Proust, por ejemplo, en las notas que escribió para el prefacio de la traducción de un texto del escritor y crítico de arte inglés John Ruskin, notas que se conocen con el nombre de Sobre la lectura, Días de lectura, o Jornadas de lectura. Exquisita disquisición, obligatoria para los apasionados de ese arte, que anticipaba esa obra cumbre de la literatura universal, En busca del tiempo perdido.
Volviendo a las listas de los libros recomendados para estos aciagos días, me ha extrañado la escasa mención que ha tenido una novela cuyo título habla por sí solo de su pertinencia, La Cuarentena, de J. M. G. Le Clézio, Nobel de Literatura de 2008. El libro, como casi toda su narrativa, es en buena parte autobiográfico, se inspira en sus propias vivencias y en las de sus antepasados oriundos de la isla de Mauricio, ubicada en el suroeste del Océano Índico.
En la primavera de 1891, los hermanos Jacques (futuro abuelo de Le Clézio) y León Archambau se embarcan en Marsella rumbo a Mauricio en busca deltiempo perdido de su infancia. Surcan el Mediterráneo, cruzan el Canal de Suez, navegan por el Mar Rojo y se detienen en el puerto de Adén, en la actual Yemen – en el extremo suroeste de la península arábiga, entonces colonia británica. Como quiera que Jacques es médico, son conducidos a un hospital para ver un paciente que yace delirando con una grave dolencia en su rodilla derecha: Arthur Rimbaud, el poeta maldito. El galeno no lo reconoce, pero de niño lo vio entrar ebrio y vociferando toda clase de insultos a una bulliciosa taberna parisina en el invierno de 1872, adonde su tío William lo había dejado momentáneamente mientras le compraba una corona fúnebre para su recién fallecida madre. En el fondo de esa misma cantina el padre de los poetas malditos, Paul Verlaine, esperaba, fumando una larga pipa, al borracho que acababa de llegar estrepitosamente.
Estos dos instantes perdurables en la vida de los antepasados de Le Clézio son recreados en La Cuarentenacomo solo la magia de un gran escritor puede hacerlo. Quien quiera imaginarse vívidamente el tormento que debió sufrir los últimos meses de vida Rimbaud, antes de que le amputaran su pierna y falleciera poco más tarde en Marsella, a la temprana edad de treinta y siete años, solo tiene que abrir el libro y adentrarse en sus primeras páginas para lograrlo.
Antes de llegar a Mauricio, su destino final, la embarcación que transportaba a los hermanos Archambau debe detenerse frente a sus costas, en la diminuta isla de Plate (Flaten inglés, Planaen español) pues dos pasajeros presentaban síntomas de viruela. Obligados por el imprevisto y por las autoridades de Mauricio, todos los pasajeros deben desembarcar para una corta estancia en la isla. Así lo hacen Jacques, el mayor de los Archambau, con su esposa Suzanne, y León el menor; así mismo, John Metcalfe, un apasionado botánico, y su esposa, como también algunos comerciantes árabes y franceses.
La propagación de la viruela y la aparición del cólera impiden la reanudación del viaje y los fuerza al confinamiento con el resto de los pasajeros de la nave, inmigrantes reclutados por los británicos para sus plantaciones en Mauricio, y la población local compuesta igualmente por culis e indios a la espera de ser conducidos con ellos a dichas plantaciones. “Estamos prisioneros”, susurra Jacques al observar por primera vez, desde un promontorio, la estrecha franja de tierra de Plate – más parecida a un atolón que a una isla, donde deberán convivir por un tiempo indefinido con la incertidumbre de ser contagiados.
El título de la novela, La Cuarentena, no solo hace mención al confinamiento de los hermanos Archambau en Plate,es también el nombre del campamento reservado a los pasajeros europeos y separado del resto de la población. La cuarentena se extenderá por cuarenta y dos días, y será narrada por León, complementada por el diario científico del botánico Metcalfe, en el que da cuenta de la singular vegetación de la isla.
La fuerza narrativa de la novela, los profundos dramas humanos que se desarrollan en la isla, la denuncia de la explotación de los inmigrantes por los británicos, los sufrimientos del desarraigo de quienes se ven abocados a huir de sus hogares en busca de mejor vida, las vicisitudes propias del aislamiento forzado y las reflexiones en torno a la vida y la muerte, hacen de esta novela de Le Clézio un verdadero clásico en la materia y la colocan al lado de las grandes obras de Defoe, Camus y compañía.
Aunque a los ojos de León la isla es paradisíaca y disfrutará de ella en forma casi mística, la tragedia que vive a su alrededor nunca dejará de perturbarlo. Buscará, por ello, un refugio donde sosegar su espíritu: “…me gusta venir al cementerio. Se respira aquí una enorme paz, una dulzura, como la que he sentido a veces en las iglesias, esa impresión de que existe un tiempo mayor que mi vida, de que hay una presencia que abarca más que mi mirada. Es algo que no alcanzo a comprender. Al atardecer, todas las noches, cuando oigo la señal del sidar, necesito venir al cementerio abandonado.”
La soledad de los moribundos
La pandemia del coronavirus ha venido a recordarnos todos los días, todo el día, a quienes aún respiramos libremente, nuestra indefectible naturaleza mortal, la finitud de nuestra vida, el saber que hoy, mañana, o pasado mañana, podemos morir y todo habrá acabado. No hay nada que hacer, mientras estemos con vida lo único seguro que tenemos es que algún día nos sobrevendrá la muerte; sin embargo, a pesar de que no podemos eludir esa certeza es poco lo que pensamos y reflexionamos sobre ella. ¿Por qué?
Norbert Elías (1897-1990) fue uno de los sociólogos más lúcidos e influyentes en la segunda mitad del siglo XX, con una extensa obra sobre el proceso civilizatorio de la sociedad moderna. Sus originales estudios y ensayos abrieron nuevas perspectivas para el análisis de nuestro comportamiento cotidiano, tanto social como individual. Sobre el tiempo, La sociedad de los individuos, El proceso de la civilización, son algunos títulos de sus escritos cuya lectura es obligada para los historiadores y sociólogos del mundo contemporáneo.
” ¿Qué hacer para que la despedida de este mundo se viva como algo natural? ¿Qué palabras podemos pronunciar, ante un moribundo, cuando nuestra época ha cancelado las frases que podían aliviar el camino de la muerte? ¿Por qué evitamos que los niños estén presentes cuando alguien muere? ¿Hay maneras de que el moribundo se sienta menos solo? ¿Todos los que están a punto de morir necesitan compañía o hay algunos que prefieren no ser molestados? ¿Qué hace uno cuando sabe que el moribundo preferiría morir en casa y no en el hospital, pero sabe también que en casa va a morirse antes? ¿Somos capaces de cambiar nuestra conducta social respecto al aislamiento en que hoy viven la mayoría de ancianos y los moribundos? ¿Cómo lograr que el conocimiento médico no se circunscriba a lo biológico?“
Las anteriores preguntas, escribe Fátima Fernández en el prólogo del opúsculo titulado La soledad de los moribundos,(Fondo de Cultura Económica), constituyen los temas sobre los que reflexiona Norbert Elías, hoy de una apesadumbrada actualidad. No hay respuestas precisas a esas preguntas, pero Elías sí logra plantearnos, sin ningún tipo de eufemismos, muchos asuntos de nuestra relación con los moribundos que es ético afrontar puesto que algún día — hoy o mañana — ellos serán nuestros seres queridos…o nosotros mismos.
El punto de partida de las reflexiones de Elías es que la muerte es un problema exclusivo del hombre. Somos la única especie que sabe va a morir, y es ese conocimiento la fuente de nuestras angustias, religiones, ritos, ciencias y demás construcciones mentales, que tratan de proporcionarnos algún alivio ante la certeza de que un día dejaremos de existir. Angustias exclusivas de los vivos, puesto que para los muertos la muerte ya no es un problema.
En este libro, que consta de dieciséis apartes y un apéndice sobre algunos problemas sociológicos del envejecimiento, Elías describe la manera como las sociedades han asumido la muerte en las distintas etapas de la historia — con especial énfasis en la Edad Media, violenta y plagada de pestes, donde se moría con menos asepsia pero con más calor humano — para abordar los problemas que las sociedades postindustriales contemporáneas están afrontando con el aumento sistemático y constante de la población mayor, cada vez más aislada del afecto necesario para hacer llevadera la proximidad de la muerte. Las crónicas de los dramas que el coronavirus ha traído consigo en las ciudades del norte de Italia, en Madrid, y otras capitales europeas, nos han revelado el silencioso drama al que están abocados hoy en día los ancianos moribundos sin poder escuchar siquiera el susurro de despedida de alguien cercano. El aislamiento emocional que caracteriza el proceso de envejecimiento en las sociedades avanzadas se va convirtiendo poco a poco en otra pandemia.
Sobra ponderar la pertinencia actual de las reflexiones de Elías basadas en su conocimiento del proceso civilizatorio que ha seguido la humanidad. Lo son asimismo las del apéndice, relativas a algunos problemas sociológicos del envejecimiento y la muerte, inspiradas por lo demás en una circunstancia muy especial: en su propia experiencia ya que fueron escritas cuando tenía más de ochenta y cinco años, a un lustro de su deceso.
He aquí apartes de la última de las dieciséis reflexiones de Norbert Elías sobre la muerte:
La muerte no tiene nada terrible. Se cae en sueños y el mundo desaparece, cuando todo va bien. Lo terrible pueden ser los dolores de los moribundos y la pérdida que sufren los vivientes al morir una persona a la que quieren o por la que sienten amistad. Y terribles suelen ser las también las fantasías colectivas e individuales que rodean el hecho de la muerte. Quitarles el veneno, poner frente a ellas la sencilla realidad de la vida finita, es una tarea que aún tenemos por resolver. […] Hay de hecho muchos horrores que rodean la muerte. Todavía no hemos hallado qué es lo que podrían hacer los seres humanos para conseguir una muerte liviana y en paz. Entre las cosas que pueden hacerse se cuenta sin duda la amistad de los sobrevivientes, el comunicar a los moribundos el sentimiento de que no les resultan penosos. La represión social, el encubrimiento del desasosiego que en nuestros días suele rodear todos los aspectos de la vida que tienen que ver con la muerte, sirve de escasa ayuda. Quizás se debería hablar más abierta y claramente sobre la muerte, aunque no sea más que dejando de presentarla como un misterio. La muerte no encierra misterio alguno. No abre ninguna puerta. Es el final de un ser humano. Lo que sobrevive de él es lo que ha conseguido dar de sí a los demás, lo que de él se guarda en la memoria de los otros. El ethos del homo clausus(el hombre encapsulado o encerrado en sí mismo), del hombre que se siente solo, tocará pronto a su fin cuando deje de reprimirse la muerte, cuando se incluya este hecho en la imagen del hombre como una parte integrante de la vida…
No me cabe duda alguna de que las reflexiones de Norbert Elías sobre la muerte, el envejecimiento y los moribundos serán, a partir de ahora, una referencia obligada en el debate que la humanidad abrirá sobre el sentido de la vida, del amor, la soledad y, por supuesto, el de las políticas públicas de salud, una vez controlemos la alimaña esa llamada coronavirus.
La resistencia
Ernesto Sábato (1911-2011) no necesita mayor presentación. Fue una de las mentes más brillantes y atormentadas del siglo XX, testigo y actor de los grandes movimientos artísticos, científicos, políticos y culturales que caracterizaron la centuria pasada. Como quien dice, siempre estuvo en el lugar adecuado en el momento oportuno. Físico, matemático, anarquista, ensayista, músico, escritor, pintor y activista político, su vida y obra constituyen un ejemplo del riguroso compromiso ético que el intelectual debe tener frente a la humanidad, la verdad, el poder, el amor, el arte, y, no menos importante, frente a los vecinos.
Sábato es muy conocido en el ámbito literario por su primera novela El Túnel (1948), considerada una obra maestra con la que muchos jóvenes se inician en la pasión por la lectura en razón de su trama y el poder seductor de su prosa. Igual efecto tuvieron en mí, cuando me iniciaba en la formación de historiador, las páginas de un pequeño texto que reúne dos ensayos Hombres y engranajes, y Heterodoxia, según él testimonio de su autobiografía espiritual, la “expresión irregular de un hombre de nuestro tiempo que se ha visto obligado a reflexionar sobre el caos que lo rodea“. Los ensayos son avasalladores y son un ajuste de cuentas con la Ciencia, con el estudio de las grandes teorías sobre el mundo, y la fetichización de las ideas abstractas; una reflexión, como lo anota, al ver el rostro de los hombres luego de su paso por los laboratorios y por el estudio de los logaritmos. Sobre héroes y Tumbasy Abaddón El Exterminadorson sus grandes novelas, la primera de las cuales contiene un capítulo titulado Informe sobre ciegos, cuya lectura estremece al más sosegado de los espíritus.
En el plano político, la dimensión ética de Sábato como intelectual comprometido con su tiempo se vio reconocida a nivel mundial al presidir la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, CONADEP, creada para investigar las desapariciones, secuestros y torturas de las dictaduras militares en Argentina entre 1976 y 1983. Como escribiría más tarde Sábato, el horror que irían descubriendo fue como descender a los infiernos del que ningún argentino volvería a ser el mismo. El informe final titulado Nunca más sirvió de base para enjuiciar y condenar a sus principales responsables. No obstante su compromiso con los derechos humanos, algunas de sus actuaciones y declaraciones bajo la dictadura del general Videla fueron objeto de duras críticas.
Sábato haría de su residencia en Santos Lugares — en las afueras de Buenos Aires — su refugio y atalaya desde donde escribiría todos sus libros, y vería la vida pasar con su ineludible carga de alegrías, felicidades, tragedias y pesares. Ahí sobrevivió a la muerte de uno de sus hijos en 1995, y tres años más tarde a la de su esposa y compañera de siempre, Matilde. Ahí también fue perdiendo paulatinamente la visión mientras pintaba… Le faltaron escasamente cinco meses para llegar a los cien años de una existencia plena y pródiga en frutos, propios de una mente excepcional.
A un hombre así, con semejante parábola vital a cuestas, es menester escuchar atentamente, porque nada diferente a una sabiduría profunda es lo que deben rebosar sus reflexiones sobre la condición humana y la vida misma. Alguna vez dijo que “la vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a aprenderlo, ya hay que morirse”; sin embargo, y para fortuna nuestra, los años le alcanzaron para escribir lo que de ese oficio había alcanzado a aprender, que no fue poco.
Antes del fin y La Resistencia (Seix Barral) fueron sus dos últimos libros en los que consignó, particularmente en el primero, el testimonio de su periplo por la Tierra, sus nostalgias por los tiempos pasados y sus temores sobre los actuales, sus mensajes a los niños y jóvenes frente a las incertidumbres del momento. Aunque por ratos muy escéptico, como quiera que fue escrito “en el período más triste” de su vida, reiteró su fe en las capacidades del hombre para sobreponerse a las catástrofes y pesadillas del mundo hiperdesarrollado.
La Resistencia, escrito a los noventa años, fue su despedida de la vida, el canto del cisne, su reflexión postrera luego de haberse embarcado hacia tierras lejanas, de haber indagado la naturaleza, de haber ansiado el conocimiento de los hombres, inventado seres de ficción, de buscar a Dios…y comprender que el fantasma que tanto había perseguido era él mismo, cumpliendo así lo expuesto en el epígrafe de Hombres y engranajes. La Resistencia está escrito a la manera de cinco cartas y un epílogo. (Como dato interesante el texto del libro se presentó inicialmente en el sitio web del diario El Clarín de Buenos Aires, siendo el primer escritor de lengua española en publicar un libro gratuitamente en Internet antes que en papel.)
La primera carta, “Lo pequeño y lo grande”, comienza así: Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos. Este es uno de esos días. Y convencido de que para el hombre aún es posible una segunda oportunidad sobre la faz de la Tierra, nos pide a nosotros, sus lectores, que nos atrevamos a valorar la vida de otra manera, con ese coraje que nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre. Sabiendo que una y otra vez nos doblegamos, nos recuerda que hay algo que nunca falla y es la convicción de que — únicamente — los valores del espíritu nos pueden salvar de “este terremoto que amenaza la condición humana“.
Y para Sábato la verdadera dimensión del hombre se halla a cada instante en la cotidianidad, no hay que buscarla en tierras lejanas, ni en mundos virtuales, sino en los días que — como lo escribió el poeta Aurelio Arturo — uno tras otroson la vida. Estos días que vivimos, se lee en muchas partes, nos están forzando a cambiar la relación con los otros, con la naturaleza y hasta con nosotros mismos.Nuestracompleja condición humana, por supuesto, no cambiará porque ella es la que nos define como seres vivientes. Mañana no amaneceremos más virtuosos de lo que hemos sido hasta ahora y es probable, incluso, que la lucha por la supervivencia se torne más áspera que antes; pero no sería de extrañar que, al final de cuentas, este aislamiento le habrá servido a muchos para apreciar y valorar mejor su entorno más próximo, tanto humano como natural y material, y por consiguiente lo cuide y proteja como su granito de arena de esta, nuestra única casa: la Tierra.
Lo intuyó Sábato cuando en la citada carta escribió: “Si cambia la mentalidad del hombre, el peligro que vivimos es paradójicamente una esperanza. Podremos recuperar esta casa que nos fue míticamente entregada. La historia siempre es novedosa. Por eso a pesar de las desilusiones y frustraciones acumuladas, no hay motivo para descreer del valor de las gestas cotidianas. Aunque simples y modestas, son las que están generando una nueva narración de la historia, abriendo así un nuevo curso al torrente de la vida“.
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