Nuevos acechos

Por: Pascual Gaviria Uribe

Los nuevos derechos reivindicados durante la pandemia tienen al Estado como principal beneficiario. No son en realidad derechos ciudadanos sino prerrogativas para las autoridades civiles y policiales. El lenguaje y las acciones de algunos mandatarios han invertido la concepción de los derechos para convertir su limitación en una indispensable protección del “valor supremo de la vida”. Los héroes, los salvadores, los providenciales siempre encarnan un riesgo.

Sus primeros milagros se reciben con aplausos, pero muy pronto llegan nuevas amenazas, reales o imaginarias, y entonces aparecen nuevas obligaciones para responder a sus “esfuerzos”. Los protectores en el poder cada vez demandan mayor compromiso y lealtad. El mandato ciudadano también se altera y ahora se trata de la obediencia ciudadana. El momento excepcional posterga las minucias legales, “los tiempos que corren no admiten los pequeños caprichos”.

pandemic crisis COVID-19

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Hace unas semanas el alcalde Medellín habló del “derecho a saber que estuve con alguien contagiado… Podemos alertar a alguien que tuvo contacto con un contagiado”. Ese derecho le entregaría poder al gobierno local de imponer entrega de información personal y familiar para autorizar el derecho al trabajo, el poder de integrar cámaras de seguridad a los locales comerciales para autorizar su apertura. Además, habría otros “nuevos derechos”. Por ejemplo, encerrar un barrio entero e impedir el acceso a la prensa: “Te estamos protegiendo, a ti y a los habitantes del barrio”, justifica el discurso oficial con tono maternal.

Ahora, Claudia López ha salido también con un nuevo derecho digno del Estado terapéutico: “No dejarse aplicar la prueba está prohibido cuando hay una pandemia… El esfuerzo que estamos haciendo es grande y nadie se puede negar al cuidado y el testeo”. Ahora no solo se trata de la imposición de entregar información sobre la salud sino también de someterse al poder “curativo” del Estado. No somos individuos, somos una sociedad amenazada, un rebaño sin inmunidad ante las decisiones benignas y justas de los mandatarios. El solo cuestionamiento a esas cargas resulta ser un atentado al “valor supremo de la vida”. Dudar y preguntar también es contagioso y puede tener consecuencias terribles. También se invierte la carga de las responsabilidades, los gobiernos se juzgan por sus buenas intenciones y quienes cuestionan deben asumir las posibles tragedias causadas por la desconfianza y el virus.

En El Salvador el presidente Nayib Bukele impone castigos por fuera del código penal. Treinta días de arresto en compañía de delincuentes de todo tipo en un “campamento carcelario” por violar la cuarentena. En Colombia se esposa y exhibe como si fueran delincuentes a quienes no cumplen el confinamiento. Las sanciones del Código de Policía ahora incluyen el escarnio público. Y los abusos policiales son azuzados y aplaudidos por muchos ciudadanos que quieren el castigo para tranquilizar el miedo y la ansiedad.

La alcaldesa de Bogotá sufrió en su propio pico y cédula la extensión de esos nuevos derechos. La fiscalía decidió abrirle una causa penal por mercar a destiempo. La Fiscalía, según parece, elige quiénes merecen una multa y quiénes un proceso. La Corte Suprema tuvo que corregir el abuso.

La vida siempre está en vilo, y los riesgos se multiplican y la tiranía salubrista hace una buena yunta con los poderes de la burocracia y la vigilancia. Lo advertía Luis Tejada en su canto a la mugre: “Empezarán a disminuir progresivamente las libertades individuales más amables y justas, como la de fumar, la de escupir, la de besar a nuestra mujer sin enjuagarnos antes la boca con dioxogen”.


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