Altos de la Peste

Por: Pascual Gaviria Uribe

No se trata de un bando. No comparten muchas ideas más allá de una arraigada desconfianza. No son una secta y no tienen intenciones de ganar una batalla ni de imponer sus ideas. Solo tienen mayores posibilidades de portar y compartir un virus contagioso y mortal. Se alimentan de algunas mentiras comunes y de su desprecio por las mayorías que quieren imponerles el remedio contra el virus. Un desprecio mutuo que va llegando hasta el odio y las agresiones. El gobierno invoca el bien común para imponer el “tratamiento” y un poco más del 60% de los habitantes de la ciudad están de acuerdo con la exigencia de vacunarse: “No puede ser que la ignorancia y el individualismo de unos nos ponga en riesgo a todos”, es el argumento que se repite.

Los “pasaportes” obligatorios empezaron a pedirse en bares y discotecas, luego en oficinas públicas, en restaurantes y supermercados, más tarde en colegios y en algunos puestos de trabajo y, por último, en el transporte público. El carnet con nombre, cédula y constancia de vacunación cambió por un código QR en la parte anterior del brazo. “Un método sencillo y seguro”, reseña la prensa.

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En los barrios del estrato 1 y 2 es donde menos gente se ha puesto la vacuna y el recelo contra las obligaciones del Estado y la “ciencia recién inventada” crece con el paso de los días: “De eso tan bueno no dan tanto”, dice los más desconfiados; “A mí esa maricada no me da”, repiten los más briosos; “Muchos se han muerto después de la vacuna”, susurran los descreídos. Algunos barrios se han convertido en reductos contra las exigencias profilácticas. Allá están sus propios supermercados, restaurantes, bares, iglesias…, y los rectores de los colegios son amigos de los padres antivacunas y los buseros son sobrinos.

Es imposible un control real. Ese mundo informal y lejano a la ciudad oficial se ha ido consolidando, separando aún más: “Al fin y al cabo nosotros cuándo íbamos por allá, esa gante nunca se ha querido contagiar de pobreza”. Los barrios han comenzado a recibir visitas de algunos “forasteros” que no quieren vacunarse. La ciudad oficial reforzó fronteras pero al mismo tiempo los barrios sin agujas han tenido nuevos movimientos, clientes y negocios. “Nosotros qué hijueputas, somos la República Independiente de la Peste y tenemos hasta turismo estrato 4, 5 y 6”.

Las teorías conspirativas crecieron sustentadas por la vigilancia, algunos abusos, la exigencia de los datos en la muñeca, el anuncio de una tercera dosis. “Si ve, le dije que usted se pone la primera y esa gente ya no para”. En los barrios virales ha florecido la medicina alternativa, la gente incumple sus citas médicas y desatiende los dolores más tratables.

El Estado amenaza con dejar de enviar subsidios a quienes no se vacunen. “Las ayudas estarán condicionadas a quienes atiendan la ciencia y el riesgo colectivo”, dicen las autoridades. Alguno recomiendan volver a las medidas pedagógicas y los incentivos pero la obligatoriedad ha marcado un punto de no retorno para lograr convencer a quienes decidieron no vacunarse. Hay familias divididas en los barrios con mayor porcentaje de “sin vacunas”: hijos que terminaron huyendo de la intransigencia de los padres por exigencias de su trabajo. No se contratan gente de barrios no confiables. No queda más que llevarles la “remesa” y visitarlos de lejitos.

Altos de la peste, Villa Covid, Plaza Contagio son los nombres que han comenzado a sonar en chistes y memes. Incluso algunos buseros los ponen en el letrero tras el parabrisas. El virus sigue subiendo y bajando, el miedo se mantiene y las medidas han creado un nuevo mapa de segregación.


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