Desde que aparecieron en los años ochenta, las clasificaciones universitarias han crecido en número y popularidad como puntos de referencia básicos sobre el desempeño de las instituciones de educación terciaria. En el 2015, once sistemas mundiales de clasificación produjeron listas actualizadas.
La idea inicial de establecer clasificaciones universitarias se basó en dos objetivos: primero, contribuir a preservar la relevancia de los programas universitarios; y segundo, incitar a las universidades a ofrecer una mejor calidad educativa, al crear un tipo de competencia. En principio dichas clasificaciones las usarían los estudiantes para explorar las opciones de educación superior que existían más allá de sus propios países, y para comparar las dimensiones clave de la misiones de investigación y enseñanza de las diferentes escuelas. En teoría, por lo tanto, se crearon para contribuir a que a los estudiantes y los gobiernos hicieran que las universidades rindieran cuentas; en la práctica, generan mucha controversia. ¿Por qué?
Las clasificaciones atraen la atención porque son fáciles de entender. Sin embargo, tienen defectos metodológicos. En primer lugar, excluyen a la gran mayoría de las universidades del mundo y solo recolectan información sobre universidades con facultades que realizaron, al menos, centenares de publicaciones el año previo. Como consecuencia, hay prácticamente una obsesión sobre el estatus y la posición de las primeras 100 universidades, mientras que, entre otras cosas, ninguna de ellas es de África, América Latina o el Mundo Árabe.
Además, los gobiernos a menudo asignan recursos en función de estas clasificaciones. Por ende, uno se puede preguntar si los resultados de las evaluaciones hacen que las universidades piensen estratégicamente sobre alianzas, programas, intercambios y disciplinas académicas, en lugar de simplemente centrarse en suministrar una educación superior de calidad. Como la asignación de recursos se puede hacer en función de las clasificaciones, estas últimas también pueden reforzar o ampliar brechas, dejando a las universidades mal clasificadas sin los recursos que necesitan para mejorar. De hecho, hay muchos que creen que las clasificaciones son una cuestión de recursos, en lugar de relacionarse con la provisión de una educación de calidad.
Aquellos que se oponen a ellas argumentan que, a pesar de algunas mejoras metodológicas, las clasificaciones universitarias siguen siendo principalmente herramientas comerciales que en gran parte se basan en reputaciones institucionales y en las publicaciones de las facultades. En su forma actual, muchos piensas que las clasificaciones no se basan en indicadores fiables, válidos, estandarizados e internacionalmente comparables de la calidad de la enseñanza o del aprendizaje de los estudiantes. Otros creen que las clasificaciones también deberían, como mínimo, reflejar las importantes diferencias en los contextos nacionales y regionales donde las universidades ofrecen sus programas universitarios especializados.
Las clasificaciones ponderadas socavan la probabilidad de colaboración entre las universidades de países de altos y bajos ingresos. Asimismo, contribuyen a la migración internacional de jóvenes intelectuales educados (fuga de cerebros) y, ultimadamente, al desarrollo de la desigualdad. Por ello, muchos argumentan que una iniciativa que se estableció para incrementar la responsabilidad ha acabado por hacer lo contrario.
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Nota publicada en el Blog de la Educación Mundial de la UNESCO, reproducida en PCNPost con autorización
Imagen en página inicial: Universidad del Norte, Barranquilla, Colombia
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