Por: Samuel Azout.
“Yo perdono a los asesinos de mi hija, pero anhelo que se haga justicia con esta madre.” Eugenia María Escocia, Apartadó Antioquia.
En Apartadó el clima es despiadado: el aire es denso, húmedo, el calor abrumador. Llegar no es fácil, ni por vía terrestre ni por vía aérea. En esta ocasión viajé desde Medellín por avión. El vuelo salió muy temprano del aeropuerto Olaya Herrera en el corazón de Medellín, y dado que el avión era muy pequeño, la azafata, a medida que abordábamos los pasajeros, iba asignando las sillas a lado y lado, según la corpulencia de cada uno, para asegurar el equilibrio de la frágil balanza en la que viajaríamos.
A partir del arribo al aeropuerto hasta el lugar de visita el traslado fue en taxi con aire acondicionado, un alivio momentáneo y engañoso. Todo iba muy bien hasta más o menos la mitad del camino, cuando empezó a caer un torrencial aguacero, uno de esos de nunca acabar, de esos que nos hacen decir: “imposible que tanta agua sea verdad”. Y nunca paró.
A la visita me acompañan Dairo y Carlos, dos cogestores sociales de la Red Unidos del municipio. Dairo, de origen indígena, y Carlos, afro descendiente, representan la diversidad étnica de Urabá. Siempre me ha parecido muy significativo que los cogestores de Red Unidos, presentes en 1100 municipios del país, constituyen la mejor muestra de un país joven, diverso, multiétnico y pluricultural.
Entre las muchas cosas que alcanzamos a hablar durante el viaje a la casa de Eugenia Escorcia, la persona a quien iba a visitar, los cogestores me explicaron que Apartadó en dialecto indígena significa Río del Plátano. No me sorprendió el nombre de la ciudad; desde la ventanilla del avión, durante el descenso, pude observar como el vastísimo paisaje de selva exuberante y bosque húmedo se transformaba de pronto en uno de continuas e inmensas plantaciones de banano y plátano. Pasaba el tiempo y no dejaba de llover.
El taxi nos dejó frente de la casa para evitar mojarnos.
—Es una lástima —le comenté a Dairo justo antes de salir del vehículo—parece que no vamos a poder caminar el barrio con este aguacero.
Durante estas visitas me gusta caminar por los barrios, observar sin afanes la vida que tiene la comunidad en calles, tiendas y otros lugares de encuentro; es un primer paso, un acercamiento preliminar a esa cotidianidad que no es la mía, pero que deseo aprehender. Esta vez, sin embargo, el clima apartadoseño conspiró en mi contra y debí cambiar el plan. Y como si esto no bastara, por la prisa con la que bajé del carro, para evitar mojarme, casi naufrago en lo que concebí como un estanque repleto de barro: mi pierna izquierda se hundía dentro del lodo y sentía como las gruesas medias que llevaba se empapaban. Medio paralizado levanté la mirada, sentía que alguien me observaba, era Eugenia, no cabía duda; estaba de pie en el hueco de la puerta haciendo señas para que entráramos. No había donde limpiarse el barro de los zapatos, pero a Eugenia no parecía angustiarle un poco de mugre en el piso de baldosas, por lo cual entramos sin problema.
Siempre me desconciertan las personas que saludan con mano inexpresiva, que no dan el apretón esperado…, en fin, después de nuestro saludo Eugenia me entregó una vieja taza de peltre blanca, estampada con la figura del ratón Mickey, con dos hielos adentro. Mientras yo sostenía la taza Eugenia, con mano temblorosa, vertió en ella un poco de agua de una bolsa que compró para nosotros. En ese momento don Luis, su esposo, se asomó desde la puerta de una habitación en la parte trasera de la casa. Don Luis tenía la espalda tan encorvada que sus ojos solo se dirigían al piso; para mirar a quien tenía al frente debía hacer un gran esfuerzo y dirigir la mirada hacia arriba de manera oblicua. Eugenia le pidió que nos viniera a saludar, lo cual hizo retraídamente y con sonrisa forzada. Sin decir palabra dio media vuelta y arrastrando lentamente sus sandalias plásticas tres puntadas regresó a la habitación.
Mientras tanto Eugenia, Dairo, Carlos y yo nos sentamos sobre butacas de madera frente a la puerta a ver caer el interminable aguacero tropical. Con mis pantalones húmedos y mis pies mojados yo estaba un poco incómodo, pero en ese momento la única solución a mi problema era no prestarle atención, así que resolví ocuparme de una vez en la tarea prevista: conocer la vida de Eugenia María Escorcia.
Hasta ese momento, no tenía mucha información sobre ella; los cogestores no alcanzaron a darme detalles durante el trayecto desde el aeropuerto, pero estoy enterado del acontecimiento que cambió su vida para siempre: el asesinato de Isabel, su tercera hija. Al observar su casa presiento que la Biblia que hay sobre una mesa, la inmensa cruz en la pared y la expresión de soledad y destierro en su rostro tienen mucho que ver con su tragedia.
Su edad fue lo primero que me sorprendió. Eugenia tiene cuarenta y cuatro años, pero parece de sesenta y cinco. Su pelo, que ya empezó a encanecer, lo lleva recogido, pero en desorden, su delgado y frágil cuerpo lo cubre con poca ropa y las arrugas de su rostro delatan años de desvelo. Su hablar es lacónico y al hacerlo su mirada no se detiene en nada ni nadie; sus ojos, negros y pequeños, en relación a su cara alargada, están protegidos por pómulos salidos. Se estremece cada vez que pasa un camión ruidoso o alguien chifla o levanta la voz. La sonrisa: siempre ausente.
«Cuántos años hará que nada la alegra, que no se interesa en su arreglo», pensé para mis adentros. Su cara expresa total indiferencia por el mundo, como si su alma estuviera siempre ocupada en refugiarse de una tormenta que bulle en su interior, donde, como allí afuera, llueve y truena y no hay donde escampar. Solo existen recuerdos amargos, rabia, dolor, angustia y desesperanza. No hay soluciones, no hay consuelo. No hay sosiego. Eugenia lleva muchos años en Apartadó, pero es como si no viviera allí. Su vida acabó la funesta tarde de la muerte de su hija, desde entonces para ella nada tiene sentido, solo espera. Vive en un mundo imaginario en el que Isabel aún vive, una Isabel joven que le ayuda en las añoradas faenas del campo.
Eugenia pasó su infancia en la finca de sus padres en Tierra Alta, Córdoba, y la compartió con ocho hermanos. A los ocho años empezó a ayudar en las labores del hogar, razón por la cual solo pudo estudiar hasta quinto de primaria. Le gustaba el estudio y les pedía a sus padres que la dejaran hacer el bachillerato. Desafortunadamente, eso era algo que en ese momento y en medio de tantas penurias tenía poca importancia para ellos. A los catorce años Eugenia se fue para Turbo donde una prima, y durante tres meses estuvo buscando la manera de hacer el bachillerato; pero ningún colegio la recibía debido a que sus padres no la habían registrado al nacer. Por esa misma razón tampoco tenía la certificación de haber terminado quinto grado. Las ganas de aprender la llevaron a bautizarse y a registrarse por sí sola, pero la presión de sus padres para que trabajara y dejara de “perder el tiempo buscando oportunidades,” y la falta de dinero la obligaron a regresar al rancho de sus padres.
Poco después Eugenia conoció a Óscar, un joven de quien se enamoró y, como muchas adolescentes que no encuentran alternativas de vida, se dejó deslumbrar por la idea de independizarse de su familia y se fue de la casa con el que sería el padre de sus primeras hijas. Vivieron en unión libre trabajando en una finca cerca de Apartadó. A los veintiséis Eugenia ya tenía cuatro hijas y era viuda; la violencia de Urabá le arrebató la vida a su compañero. Años más tarde la vida le pondría en el camino a don Luis, un hombre mucho mayor que ella, con quien se casaría. Don Luis, a quien le han caído los años como el aguacero de afuera, impetuoso y sin pausa, ha estado a su lado hasta el día de hoy. Aparentemente, Don Luis simplemente acepta ser el apoyo de Eugenia a cambio de compañía.
Lorena, la cuarta hija de Eugenia, nació con hidrocefalia y vivió solo dos años. Fue una época supremamente dura porque, por razones de trabajo, su marido permanecía ausente casi toda la semana; ella totalmente sola tenía que hacer las labores de la casa y atender a las pequeñas. Para soportar el agotamiento aprendió a estudiar la Biblia; la Fe le daba fuerzas y refugio. Cuando lograba concentrarse oraba pidiéndole a Dios que la condujera por un camino mejor.
A raíz de la hidrocefalia de Lorena el médico le aconsejó no tener más hijos, pues el riesgo de que nacieran con la misma limitación era alto. Mientras ella me contaba esto se me ocurrió que lo que el médico le estaba dando era un consejo de vida más que uno de salud. Pero ella no sabía cómo prevenir embarazos.
—Una en ese tiempo era muy boba, no como las mujeres de hoy, que son avispadas; y si no quieren más hijos, pues se cuidan y no los tienen.
Hasta ese entonces su vida era dura pero tranquila. La rutina de trabajo, cuidar los niños, hacer la comida y esperar la noche, eso estaba bien. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, la vida le hizo una jugada que la marcó para siempre y que ella no puede relatar sin arañarse las manos y sollozar con desconsuelo.
Por mi trabajo en el gobierno nacional en la Agencia Nacional para la Superación de la Pobreza Extrema – ANSPE, tuve la oportunidad de conocer historias de vida muy tristes, he visto familias que viven en medio de grandes privaciones, carencias y angustias, pero la historia de Eugenia Escorcia me estremeció como ninguna otra. vamos
Un buen día en noviembre de 1991, Eugenia y su familia viajaron al municipio de Tierra Alta, Córdoba para celebrar el cierre del año escolar en la finca de sus papás, la cual estaba a un día de camino en bus, incluyendo el tramo en volqueta de un conductor amigo. Allí se encontraban otros miembros de la familia materna, hermanas, hermanos, sobrinos. Era una fiesta como cualquier otra, los hombres tomaban cerveza a un lado, las mujeres conversaban al otro y los niños jugaban. Hacia las cinco de la tarde, después de disfrutar un sancocho en familia, un helicóptero del ejército empezó a rondar los cielos del municipio. Esta era una escena relativamente común para la familia y sus vecinos; no era inusual alguna actividad de las fuerzas militares en la zona. Pero ese día algo parecía diferente; se empezaron a preocupar cuando vieron llegar un segundo aparato que volaba más bajo y daba vueltas para observar de cerca a la población. Eugenia recuerda haber pensado en ese momento: «No tenemos nada que temer; si nos están observando tienen que darse cuenta de que somos simple y llanamente un grupo de campesinos en una fiesta y que en esta vereda no hay nadie que sea una amenaza.»
Pero Eugenia no podía evitar la sensación de que algo grave estaba por suceder, su intuición la guiaba. Al ver que el segundo helicóptero, el que volaba bajo, volvió a pasar, obligó a sus hijas a entrar a la casa. De repente las aeronaves desaparecieron, lo cual le devolvió la idea de no había nada de qué preocuparse. Sin embargo, cuando menos pensaron, uno de los helicópteros aterrizó en la polvorienta cancha de fútbol y varios hombres armados descendieron haciendo ostentación de su poder. Uno de ellos se acercó a un árbol, en uno de los costados de la cancha, lo cubrió parcialmente con una especie de malla y le prendió fuego. En poco tiempo las llamas consumieron todo rastro de vida del árbol.
Los habitantes del lugar, refugiados detrás de las puertas de sus casas y muertos de susto, miraban por agujeros y rendijas lo que estaba pasando. El fuerte olor del árbol quemado no solo los mareó, sino que les dejó claro que esta gente no estaba jugando. Pocos minutos después escucharon una balacera muy cerca.
Isabel, la hija de tres años, a quien Eugenia describe como avispada, inteligente y alegre, estuvo pendiente de los ruidos del helicóptero y de sus movimientos. Eugenia asegura que la niña presentía que algo le pasaría. Todos estaban muy nerviosos porque el aparato no cesaba de bombardear el monte. En un momento dejó de escucharse el tronar de las balas, pero lo que se sintió fue como el respiro amenazante de una fiera; de repente el helicóptero comenzó a dispararle a las casas del lugar. La gente debió refugiarse bajo las camas, bajo los lavamanos, tras las estufas y los muebles, entre los baños y los clósets. Desafortunadamente los endebles materiales de las viviendas, las maderas humedecidas y las tejas de zinc, no brindaban suficiente protección ante aquella insensata balacera. Era claro que tarde o temprano los proyectiles encontrarían sus objetivos.
Todos en la casa de los padres de Eugenia finalmente se convencieron de que el ataque sí era contra de ellos. Tomaron la decisión de no huir para que los agresores no pudieran decir que la fuga era reconocimiento de culpa. Además, su padre sufría de artritis y tenía problemas para moverse y su hermana estaba en dieta de embarazo; si Eugenia hubiera optado por salir de la casa tendría que haberlos dejado a ellos atrás. También hubiera tenido que escoger a cuál de sus cuatro hijas llevar con ella, pues era imposible cargar con más de una. Así que decidieron que todos se quedarían, arriesgándose a morir, pero juntos. Durante un tiempo que parecía interminable Eugenia y sus familiares hicieron todo lo posible por quedarse quietos para evitar que desde el helicóptero los vieran cuando volaba bajo en búsqueda de un signo de vida que faltara por callar. Tenían que adivinar las estrategias de la aeronave si querían mantenerse vivos. El helicóptero iba y venía, se corría, pero regresaba. Al poco tiempo comprendieron que, si se acercaba por el lado izquierdo de la casa, el fuego caería por el derecho y viceversa.
Muchas de las personas de la vereda decidieron huir y refugiarse en la oscuridad y densidad del monte. A través de los orificios en las paredes de madera Eugenia veía gente angustiada corriendo de un lado a otro tratando de escapar de las balas. Mientras tanto, su mamá deambulaba por la casa leyendo el Salmo 91, oración de la protección, que dice
1 El que habita al abrigo del Altísimo
Morará bajo la sombra del Omnipotente.
2 Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío;
Mi Dios, en quien confiaré.
3 Él te librará del lazo del cazador,
De la peste destructora.
4 Con sus plumas te cubrirá,
Y debajo de sus alas estarás seguro;
Escudo y adarga es su verdad.
5 No temerás el terror nocturno,
Ni saeta que vuele de día,
6 Ni pestilencia que ande en oscuridad,
Ni mortandad que en medio del día destruya.
7 Caerán a tu lado mil,
Y diez mil a tu diestra;
Mas a ti no llegará.
8 Ciertamente con tus ojos mirarás
Y verás la recompensa de los impíos.
9 Porque has puesto a Jehová, que es mi esperanza,
Al Altísimo por tu habitación,
10 No te sobrevendrá mal,
Ni plaga tocará tu morada.
11 Pues a sus ángeles mandará acerca de ti,
Que te guarden en todos tus caminos.
12 En las manos te llevarán,
Para que tu pie no tropiece en piedra.
13 Sobre el león y el áspid pisarás;
Hollarás al cachorro del león y al dragón.
14 Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré;
Le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre.
15 Me invocará, y yo le responderé;
Con él estaré yo en la angustia;
Lo libraré y le glorificaré.
16 Lo saciaré de larga vida,
Y le mostraré mi salvación.
La oración en medio del pánico, la valentía con la que su madre invocaba la fuerza de un ser superior que les diera aliento, motivaron a Eugenia a pensar que tal vez pronto terminaría esta dura prueba. Pero el destino fue más fuerte que la ilusión de salir ilesos. Entre el pasaje de la Biblia, el estruendo de las balas y los sollozos de los angustiados se escuchó un alarido fuerte, uno que salía del alma.
Era la mamá de Eugenia quien gritaba:
—¡Hirieron a la niña…! ¡Hirieron a Isabelita!
Eugenia quedó como paralizada, en cuclillas y tapándose los oídos con los dedos índice. No quería salir del rincón en el que estaba por miedo a enfrentarse al hecho de que su peor pesadilla se estaba materializando. Desde su escondite escuchaba el grito de un vecino que decía:
—¡Cúbranse como puedan!
Eugenia recuerda que en ese momento pensó: «Diosito, si la niña va a quedar fracturada o impedida, llévatela si es posible, pero yo no quiero ver a mi hija así». Para ella, que en ese momento tenía una niña de pocos meses con hidrocefalia, era impensable tener que lidiar con dos seres que no pudieran valerse por sí mismos.
Cuando por fin tuvo el valor suficiente para acercarse al catre de Isabel se encontró con una escena aterradora. La sangre salía por muchas heridas, traspasaba las cobijas y chorreaba imparable.
—Parecía un aguacero de sangre —relata Eugenia—. La herida principal era del lado del corazón, la bala le atravesó la espalda y el pecho. La despedazó como si una manada de animales hambrientos la hubieran atacado para alimentarse de ella. Las balas también le fracturaron los brazos. Mi niña murió instantáneamente, tenía una expresión de sorpresa en su mirada.
Por un tiempo más Eugenia y sus familiares se mantuvieron escondidos en la cocina. Eugenia le rogaba a Dios para que el aparato se quedara sin balas para que por fin pudieran tomar un respiro sin temor a que fuese el último. Finalmente, luego de varios minutos que parecieron horas, el fuego cesó; con menor ímpetu que cuando llegó, el helicóptero se retiró. Las personas que se habían ido hacia el monte empezaron a bajar hacia el caserío con la esperanza de encontrar a sus familiares vivos.
Hubo muchas historias de personas que corrieron sin rumbo, entre esas la de una mujer en embarazo que terminó al otro lado del monte y a quien nunca volvió a vérsele por esos lugares, y la de un viejo que, a pesar de tener problemas para caminar, corría entre las balas sin rumbo cierto, apoyado en una muleta, movido por el instinto de salvar su vida.
Increíblemente, la única víctima mortal de ese feroz ataque fue la pequeña Isabel. Eugenia no entiende cómo no hubo más muertos; cree que lo más probable es que el “tal aparato pensó” que los había exterminado a todos después de tantas ráfagas de plomo.
—Nos vamos ya mismo de aquí —sentenció el padre de Eugenia en medio de su dolor apenas oscureció—. Si nos hicieron esto a la luz del día, imagínense ahorita en la noche.
Pero ya la noche había entrado y estaban muy lejos de cualquier centro poblado como para emprender camino en la oscuridad con niños y personas mayores. No había más remedio que aguantar la noche, que a todos se les hizo eterna. Desde el cadáver de la pequeña Isabel, envuelto en sabanas, emanaba un penetrante olor a sangre. Eugenia pasó la noche llorando y abrazando a su hija muerta y ensangrentada.
Tan pronto empezó a amanecer Eugenia regresó a Apartadó para enterrar a su hija. Pero ni ella ni Oscar, su marido, tuvieron trabajo estable y al año regresaron al rancho de sus padres en Tierra Alta cansados de pagar arriendo y pasar necesidades. Al menos allí podían trabajar en fincas vecinas y sobrevivir. Pero la situación seguía complicada, los hechos violentos no cesaban y en varias ocasiones vecinos y amigos de Eugenia y su familia fueron desplazados.
Las personas que sobreviven a las muertes violentas de sus seres queridos, como es el caso Eugenia, su esposo y sus hijas, están condenadas a llevar para siempre una herida que nunca cierra. La hija mayor de Eugenia, Cristina, con frecuencia sufre ataques de pánico, producto del miedo y el dolor que esa trágica tarde se grabaron en su alma. Para Yadira, su segunda hija, el recuerdo del ataque no le deja conciliar el sueño; en ese momento solo tenía cinco años y gritaba con una angustia inimaginable:
—¡Mamá! ¡Quiero que paren!, ¡quiero llevar a Isabel al médico!
A pesar de que han transcurrido muchos años, Eugenia no ha logrado superar los horrores de esa tarde. Cada vez que escucha un ruido fuerte la ataca un cansancio profundo, como si se quedara sin voluntad, o le dan calambres y siente una necesidad imperiosa de esconderse debajo de la primera cosa que encuentre. No pasa una noche en que no la despierten las pesadillas y no puede dormir una siesta sin tirarse al suelo de manera súbita. Se espanta con la más mínima cosa. Incluso, si alguien la saluda por sorpresa el ritmo de su corazón se altera. Su cabeza es una cárcel de donde los malos recuerdos no pueden escapar; pero a la vez es un refugio, porque es el único lugar en el que puede seguir viendo su hija.
En 1993, dos años después del asesinato de su hija, asesinaron a Óscar, su marido durante un ataque de paramilitares en una finca en el municipio contiguo al de sus padres. El día antes de su muerte algunos vecinos le comentaron que habían visto gente extraña rondando por la zona y observando a la gente. Eugenia entonces le advirtió a su esposo:
—¡Hay una gente forastera por ahí, cuidado!
—Cuáles forasteros, lo que pasa es que aquí la gente es cobarde y vive con mucho miedo —repuso él con la petulancia y rebeldía que lo caracterizaban.
Al otro día, un día como cualquier otro, Óscar salió temprano a hacer su trabajo: fumigar un cultivo en una finca cercana. Alrededor de las cuatro de la tarde lo mataron y dejaron su cuerpo tirado a la orilla de un rio.
Eugenia se quedó un año más en el rancho de sus padres, albergaba la esperanza de no verse obligada a volver a Apartadó y empezar sola y de ceros. Durante ese tiempo madrugaba y, después de atender a sus hijas, bajaba la loma y se dirigía a una pequeña plantación de plátano que ella misma había sembrado. Se llevaba a Lorena en una pequeña hamaca que se anudaba por los hombros para ayudarse a soliviar la carga y al llegar al cultivo la acostaba cerca de ella mientras cortaba los racimos con machete y sembraba brotes para ampliar su cultivo.
Al anochecer, luego de hacer el largo y difícil camino de regreso, volvía a su casa a atender los quehaceres domésticos y a enfrentar una batalla emocional. Cristina, su hija mayor, que para ese entonces tenía siete años, había quedado profundamente impactada con la muerte de su padre; ni podía ni quería acostumbrarse a su ausencia. Todos los días iba al colegio, pero no aprendía ni participaba, y al final del día se sentaba en la puerta y se ensoñaba esperando la llegada de su padre fallecido. Eugenia, que trataba de mantener la sensatez y de liderar la lucha de su familia hacia mejores oportunidades, se derrumbaba cada vez que veía a Cristina hundida en esa pena tan desproporcionada para su edad; en muchas ocasiones llegó a sentir que el desaliento y la tristeza acabarían con su vida.
La vida en el rancho se complicaba cada vez más para Eugenia y sus hijas. No veían un futuro promisorio y la violencia no cesaba, solo iba y venía.
Y como si no fuera suficiente, un día cualquiera y sin previo aviso, Lorena empezó a convulsionar después de un acceso de vómito; la niña sufría de vómitos explosivos esporádicos que se habían hecho cada vez más frecuentes. Eugenia se apresuró a llevar a Lorena al centro de salud del centro poblado más cercano, pero la niña no alcanzó a llegar con vida.
—Lorenita era una niña muy dulce y especial, hice todo lo que pude por ella, pero Diosito se la llevó para que acompañara a Isabelita —dice Eugenia mientras que con una servilleta se seca las lágrimas que caen por sus mejillas.
Tras la muerte de Lorena y luego de su entierro, Eugenia tomó una decisión drástica: dejaría Tierra Alta, abandonaría la casa de sus padres y todas las cosas que allí tenía, su vecindario, sus familiares, su cultivo de plátano. Probaría suerte nuevamente en Apartadó; en esta ciudad, el municipio más importante del Urabá antioqueño, donde Mireya, una hermana, llevaba unos meses viviendo, o mejor: sobreviviendo.
Aunque Eugenia tenía claro que en Urabá tendría que enfrentar dificultades, estas fueron mucho mayores a las esperadas; luego de tres meses sin encontrar trabajo y de sentir que se estaba aprovechando de la hospitalidad de Mireya, su hermana, pensó que se había equivocado y que lo más conveniente sería regresar a Córdoba y seguir con su parcela de plátano. Así que, ignorando advertencias de padres y hermanos, tomó sus pocas pertenencias y, con las dos hijas que le quedaban, regresó a Córdoba, a su vereda.
Pero no pudo quedarse, las cosas habían cambiado radicalmente allí. Sus padres se habían ido a la gran ciudad y el Ejercito había llegado a montar una base de operaciones en el lugar. Habían hecho salir a la gente, y tomado sus casas para aprovechar las tablas de las paredes como leña; se habían apropiado de los cultivos para alimentar a las tropas y entre estos, obviamente, el de Eugenia.
—Usted no tiene nada que hacer aquí —le dijo un oficial del ejército en su propia y endeble casa, cuando ella llegó—. Váyase.
—¿Porqué tengo que dejar nuestra casa de siempre? —le respondió Eugenia con desesperación—. Las personas que quieren sobresalir en la vida del pueblo tienen que tener estudio y yo no sé de nada.
Pero ni por compasión ni solidaridad dejaron que se quedara. Como sabía que en Tierra Alta no tendría oportunidad de encontrar un trabajo regresó nuevamente a Apartadó, adonde su hermana. Haría esfuerzos nuevamente para encontrar trabajo, gracias a su experiencia en cultivo de plátano, en la “capital bananera de Colombia”.
Mientras tanto, sus padres se instalaron en un barrio de invasión en la periferia de Montería, donde con la ayuda de otros desplazados sobre viven con mucha dificultad.
—Uno trata de superarse y de bregar en la ciudad, pero es duro aceptar que uno ya no tiene una vida como la que uno vivía en donde tenía su finca y sus animalitos —reflexiona Eugenia, dirigiéndose a mí con un semblante que trasluce decepción y nostalgia.
Se instaló de nuevo en la casa de su hermana, quien también pasaba dificultades en esos momentos. Se sentía avergonzada que Mireya, de manera inesperada y en medio de su mala situación, nuevamente tuviera que hacerse cargo de ella y de las dos hijas que le quedaban. Se sentía fracasada y asustada, pero sabía que no podía permitir que esos sentimientos le ganaran. A los pocos días de llegar a Apartadó Eugenia se presentó muy temprano donde una señora que, según le había dicho Mireya, necesitaba mujeres para trabajar en un cultivo de flores. A pesar de que las convocatorias estaban cerradas le abrieron un puesto ese mismo día, que era, precisamente, cuando empezaba la temporada de corte y recolección.
—Yo madrugué como si el trabajo ya fuera mío, tenía ese presentimiento; empaqué mi comida y me dije: «tengo que encontrar algo que permita que esta noche mis hijas no pasen hambre y que me de libertad para no ser un estorbo para mi hermana».
Al llegar, le informaron que se había liberado un cupo por una señora cuyo esposo no la dejaba trabajar y fue así como Eugenia fue contratada por seis meses, hasta el fin de temporada. Luego trabajó en fincas bananeras, pero solamente la contrataban de manera temporal, por lo que la posibilidad de quedarse desempleada era una preocupación constante.
Habiendo sufrido la muerte de dos de sus hijas y la de su esposo y con dificultades severas para mantener a sus otras dos hijas, Eugenia quería encontrar un compañero sentimental que le brindara apoyo constante y que le colaborara en las labores cotidianas. Afortunadamente, por medio de una amiga de la hermana conoció al que hoy es su actual marido, don Luis. Con su ayuda, Eugenia pudo dedicarles mayor tiempo a sus hijas y darles una vida un poco más estable.
Al casarse, Eugenia se fue a vivir a la humilde casa de su nuevo esposo, Don Luis, y aunque las cosas empezaron a mejorar, las dificultades, sobre todo las económicas, seguían presentes. A pesar de que don Luis trabajaba hasta el cansancio como vendedor de frutas en el mercado, el dinero no alcanzaba; hubo un tiempo en que Eugenia y su familia se encontraron sin nada que comer y sin los medios para que las niñas asistieran a la escuela. En ese momento, decidió buscar ayuda por su condición de desplazada, pero al ir a las oficinas de la personería le dijeron que no aparecía registrada lo cual le causó sorpresa porque ella recuerda haber sido censada.
No le quedó más remedio que hacer las vueltas para inscribirse de nuevo en el censo de desplazados. Al poco tiempo le notificaron que ella aparecía en el sistema como potencial beneficiario de una vivienda. La vivienda completa no se hizo realidad, solo recibió un mejoramiento de vivienda para su baño y una ayuda humanitaria, lo cual no fue por su condición de desplazada. Todo ese trámite con el Estado era un misterio para Gladys, ella no entendía cómo era posible que la personería tuviera el record de la muerte de Lorena y que no tuviera ninguna información de ella como desplazada.
Hoy en día la situación económica de Eugenia y su familia sigue siendo muy difícil; las carencias que deben enfrentar a diario son muchas. A pesar de sus tristezas y angustias, ella nunca ha renunciado a una vida mejor, pero sabe que depende de un milagro. Espera dos cosas: una respuesta oficial de un beneficio para ella como desplazada y el esclarecimiento de los hechos del asesinato de su hija. Eugenia no es ingenua y sabe que los procesos con el gobierno son complicados. Extrañamente, los documentos probatorios de las dos circunstancias no aparecen, los pocos documentos que tiene constatando la muerte de su hija tienen inconsistencias en cuanto al lugar de los hechos y las víctimas. Muy a pesar de eso, los guarda como un inmenso tesoro.
—Tengo un radicado e ingresé unos papeles en Acción Social. Sin embargo, la abogada no me ha querido dar una reparación directa por falta de documentos y por la naturaleza del caso.
Eugenia tiene la ilusión de comprar una parcela cerca al campo, pero sin dejar sus cosas en Apartadó. Su estrategia sería vender lo que cultive en una tienda propia y, además, aprender a hacer alguna manualidad o artesanía que le de ingresos adicionales y así poder garantizar la comida diaria sin depender de su esposo o de la caridad de los otros.
—Yo quisiera tener vacas, terneros, pollos, verduras…, pero sé que mi pensamiento es mucho —reconoce con sinceridad.
Sus esperanzas se diluyen día a día debido a su condición emocional y física. Es una mujer relativamente joven, tiene cuarentaicuatro años, pero una vida de casi constante sufrir le ha pasado cuenta de cobro a su cuerpo. Su salud es muy frágil: sufre de osteoporosis, de un problema respiratorio crónico y de úlcera; todo esto, lógicamente, limita enormemente su capacidad productiva. No tiene, ni siquiera, el suficiente dinero para comprar unas tabletas contra la acidez.
Pero sus heridas más profundas están es en el alma y, aunque dice no sentir rencor hacia el Estado y los responsables de su tragedia, reconoce que si obtuviera alguna reparación como víctima sentiría que se hizo justicia y podría cerrar ese capítulo de una vez por todas.
—No tengo con quien ponerme brava, ni contra quien pelear, porque todos cometemos errores —dice Eugenia, refiriéndose a sus victimarios—. Todos ellos deberían ser perdonados ya que la idea de la vida no es propagar el mal sino buscar ser cada vez mejores personas y dejar que sea Dios quien nos juzgue.
En ese momento, le agradecí a Eugenia la amabilidad de recibirnos en su casa, le prometí apoyo de los cogestores para que sean reconocidos sus derechos como víctima del conflicto. Tanto Dairo como Carlos le aseguraron que volverían pronto para la visita de rutina de Red Unidos y para ayudarla a alcanzar logros sociales. Al levantarme de la butaca noté que el barro en mis zapatos se había secado un poco, endureciéndose en el proceso. Para entender esta guerra tendré que embarrarme mucho más, pensé, y aguantar como el barro, la tristeza que me produce la absurda guerra de Colombia.
Mientras tanto, las víctimas como Eugenia, están destinadas a seguir viviendo bajo un aguacero de injusticias.
Epílogo
Eugenia ha vivido en medio de carencias materiales de todo tipo, pero la violencia es lo que más le ha golpeado; le asesinaron a su esposo y a una hija y, para sumarle al devastador sufrimiento, otra hija muere por problemas de salud. Es un milagro que Eugenia, con todo lo que ha sufrido, no haya muerto de tristeza.
Desafortunadamente, la situación de Eugenia no es única, millones de colombianos son víctimas de violencia en sus diferentes manifestaciones: masacres, desplazamientos forzosos, reclutamiento por fuerzas irregulares, delitos contra la integridad sexual, abusos, violaciones, despojos de tierras, minas antipersonales, homicidio, etc. Como millones de familias campesinas, la de Eugenia gozaba de un sistema de supervivencia digno y sano. Trabajaban la tierra con cultivos productivos y también criaban animales. En sus vidas no faltaban privaciones, pero tenían la estabilidad que le proporcionaba un pedazo de tierra y un techo, así no fuera con los materiales adecuados. Es decir, sus vidas transcurrían con carencias materiales, pero sin hambre y en paz.
La guerra los envió directo a la pobreza extrema. Si Eugenia Escorcia y su familia no hubieran sido víctimas de la violencia, su vida no se habría convertido en el calvario que hoy es. La trampa de pobreza de Eugenia es diferente a la de las familias en la ciudad, su trampa está directamente relacionada con las carencias materiales, pero, sobre todo, con el trauma emocional que le ha producido la guerra y con la incompetencia de un Estado que hasta el momento no ha sabido responderle.
Independientemente de las carencias en educación, salud, vivienda e ingresos, su problema fundamental hoy es de tipo legal, con inimaginables consecuencias emocionales. El trauma que vivió por la muerte violenta de su hija frente a sus propios ojos le ha producido un martirio insoportable. El dolor que siente Eugenia le ha robado la tranquilidad, la paz, la cordura, la mente; le ha robado su vida. Este dolor se lo ha causado una sociedad que la devastó y que no ha sabido pedirle perdón, ni restablecerle sus derechos. Eugenia y su familia merecen una indemnización completa y la pronta restitución de su propiedad por parte del Estado.
La falta de acceso a la justicia tiene a Eugenia Escorcia atrapada en la inclemente trampa de pobreza extrema.
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