Historia de la vida real: El ranchito de don Goyo

Por: Samuel Azout.

“Es que es muy difícil pasar de más a menos.”

La historia de un humilde colombiano, Gregorio Rodríguez (*), Mayo 2012, Soacha, Cundinamarca (Colombia)


El camino a la casa de Gregorio es largo. A pesar de que hay varias calles, las busetas no entran al barrio para evitar los retrasos ya que, por alguna razón, los conductores siempre están de afán. El barrio está solo, libre del estruendo de la ciudad, del polvo y de los gritos y gestos de ciudadanos enfurecidos que deben de sobrellevar el día en medio del caos. Sin embargo, las puertas del precario comercio están siempre abiertas para los que deambulan por las calles en busca de algo, o de nada.

El frio es insoportable y, como es habitual en esta época, negras y pesadas nubes pasan tan lentas sobre Soacha, que parecen como estacionadas allí arriba para siempre. Y llovizna, no para de lloviznar. Con Darnellis, la cogestora social de la Red Unidos[1] que me acompaña, nos detenemos en una pequeña tienda para escampar y tomar un café. El tendero, que no muestra entusiasmo alguno ante sus inesperados clientes, nos vende un tinto negro y recalentado, de esos que queman pero no tienen ni aroma ni sabor. Le pido al tendero un pan, el más fresco que tenga, para llevarle de regalo a Gregorio. La tienda es un negocio apenas presentable, no hay donde sentarse, tampoco hay mesas, así que tomamos el tinto de pie. Después de cada sorbo de café me froto los brazos con las manos para entrar en calor, pues el frío no cede. Después de tomarme el tinto y un vaso de agua al clima (es decir, casi un hielo) y ya con la vejiga llena, Darnellis, quien conoce mejor el entorno, aconseja que mejor usemos el baño de la tienda, pues el de la casa de Gregorio está en malas condiciones. Entro a un baño sucio, empantanado por hombres que ni apuntan ni atinan y por mujeres que, pareciera, se empeñan en dejar la mitad de sus cabelleras en el piso. El reconcentrado olor a orines me expulsa y me pone de nuevo en la ruta hacia la casa de Gregorio.

Caminando por la que parece ser la calle principal del barrio Darnellis señala a lo lejos nuestro destino: la casa de Gregorio, que está en una esquina en la que se cruzan tres vías. El barrio se ve desolado: los que no han salido a trabajar han preferido resguardarse del penetrante frío andino; solo los perros merodean. Ya de cerca, la parte externa de la casa de Gregorio parece más un lote de un negocio de chatarra que una vivienda. Unas carcomidas y enclenques láminas de lata oxidada y unas viejas tejas de cinc hacen las veces de reja y encierran una parte de la casa. Por estar en la esquina y ser la casa más visible de la cuadra, las láminas están “decoradas” con carteles informativos, sobrepuestos desordenadamente unos a otros; los más recientes exhiben llamativos colores e informan sobre programas y actividades de la Junta de Acción Comunal del barrio. Cuando no encontró más láminas de lata, Gregorio continuó cercando la casa con viejas tablas de aserrío, ya podridas y picadas por los gorgojos. Se nota que los listones fueron ensamblados a la buena de Dios, sin intenciones estéticas, solo en busca de protección y privacidad. Darnellis se adelanta y se dirige hacía una lámina de metal que hace de puerta de entrada y sobre la que está clavado un pedazo del mismo material con la nomenclatura del predio. La joven cogestora golpea la puerta fuertemente con su puño, haciendo que el metal retumbe y las ondas de sonido lleguen al interior de la casa. A lo lejos se escucha la débil voz de un anciano:

Voooooyy…

Gregorio, siempre anhelante de que alguien se acuerde de él y pase, al menos, a saludarlo, sale presto a remover las cadenas con las que asegura su puerta. Tan pronto nos ve se le ilumina la cara y nos saluda de abrazo; recibe el pan y lo agradece. Darnellis y yo entramos cuidándonos de no resbalar entre la basura regada por el suelo barroso y de no tropezar con una vieja pajarera, un lavamanos desportillado y unas cocas para la comida de un perro ausente. La carrera de obstáculos de la entrada de la casa continúa entre un sinfín de ropa húmeda colgada de alambres y bajo la amenaza de los cables pelados de la energía que, desde los altos postes, descienden entrecruzándose peligrosamente; es como si jugáramos a la peregrina tratando de no electrocutarnos.

El lote de Gregorio está situado en la parte alta del municipio. Al levantar la mirada con tranquilidad luego de superar los obstáculos de la entrada al predio, observo la sorprendente panorámica occidental del valle de Soacha. Es paradójico, pero no inusual, que la belleza natural coquetee con la miseria en las zonas periféricas de las ciudades. Desde La Veredita, como desde Altos de Cazucá al otro lado, se divisan la inmensidad de Soacha, la densidad habitacional y las enormes insuficiencias que sobrellevan miles de familias.

Las paredes de la casa de Gregorio están hechas de viejas láminas de metal pintadas de azul y rojo, y son tan bajitas que el techo que sostienen puede verse desde un morrito de tierra que hay en el lote. El techo consiste en un muestrario de latas que agrupa toda la gama de la herrumbre. Las latas están aseguradas por el peso de ladrillos que parecen grandes y toscos pisapapeles; una solución ideada por Gregorio para que cuando lleguen los fuertes vientos las tejas no salgan por los aires, como rebeldes cometas, dejándolos desprotegidos. Adosado a la fachada principal hay un arrume de escombros que sirve de soporte a una vieja tabla que evoca conversaciones, sobre ella mantenidas, entre amigos y vecinos de otras épocas. A unos pasos está la puerta de madera por la que enseguida entramos, agachándonos para no golpearnos la cabeza. Tan pronto traspasamos el umbral nos topamos con el comedor. En la casa se nota la escasez y la penuria; se respira un aire de dificultad, de dureza. Sin embargo, Gregorio se las ha ingeniado para tener algunos activos. A cada lado de una mesa cubierta con un retazo de tela blanca que hace de mantel, aparecen dos juegos de esas sillas de cafetería que vienen soldadas de dos en dos y que son inseparables. Desde la mesa se ve la cocina, donde hay piezas de distintos juegos de vajilla, dos ollas, una de ellas a presión y la infaltable olleta del chocolate, que también sirve de cafetera.

Gregorio tiene la apariencia de un hombre débil, un hidalgo noble y quijotesco, un viejo soldado veterano de mil batallas que, a pesar de haber tenido largas horas de entrenamiento, no ha logrado que su espalda se muestre erguida; al caminar pareciera que cargara sobre sí una enorme e invisible roca. Su piel es trigueña, pero su nariz y sus mejillas están enrojecidas por el sol, como si se hubiera aplicado rubor. Gregorio tiene sesenta y tres años pero parece de ochenta, su rostro no puede ocultar una vida de tristezas y dificultades, talladas en decenas de arrugas que cubren su cara y su cuello. Al ver con detenimiento su rostro se hace evidente que uno de sus ojos no reacciona como debiera, parece como si permanentemente buscara a alguien que estuviera a su izquierda, mientras el otro, en cambio, enfoca de frente.

Una vez sentados a la mesa y tras unos breves y formales preámbulos, Gregorio empieza a rememorar su vida, la cual prometía ser relativamente normal y sesteada. Sin embargo, la feroz guerra del narcotráfico contra el Estado en la década de 1980 la cambió de manera rotunda. A pesar de los problemas que se derivaron del evento que lo vulneró de por vida, Gregorio nunca bajó la guardia; para él, perder algunas batallas no significó perder la guerra. Su expresión y semblante delatan el sentimiento de orgullo de haber vivido su estrechez con dignidad.

Gregorio nació en El Cocuy, en el departamento de Boyacá, en 1949, cuando Colombia atravesaba una de las épocas más sangrientas de su historia. Desde sus primeros años vivió La Violencia y fue testigo y víctima de sus atrocidades. Esta sanguinaria guerra civil entre liberales y conservadores, librada principalmente en los campos, cobró la vida de más de 200.000 personas y como todas las guerras, La Violencia dejó miles de viudas y huérfanos desprotegidos y vulnerables a la crueldad de otros. Los padres de Gregorio eran campesinos deseosos de progresar, tenían poco capital, pero trabajaban su tierra con empeño. Como muchos hombres de su tiempo, su papá era una persona políticamente activa, dispuesta a morir por ideario liberal. Y así fue: en un feroz enfrentamiento murió a manos de un grupo de conservadores exaltados que ejercían su poder opresivo a través del crimen y el abuso.

Cuando murió su padre, Gregorio tenía pocos meses de nacido, sin embargo doña Antonia, su madre, sabía que el hecho de que su hijo fuera apenas un bebé no evitaría que los enemigos de su esposo consideraran al niño como objeto de su odio. Los temores de doña Antonia se hicieron realidad antes de lo esperado: pocos días después del entierro de su esposo, los violentos entraron a su casa buscando más víctimas, querían hacer correr más sangre. En el afán de proteger a su hijo doña Antonia, de manera instintiva, lo escondió en medio de unos bultos de pasto para el ganado, donde permaneció en total silencio mientras los bandidos registraban la casa y sus alrededores. Gracias a la astucia de su madre, y a un milagro, el niño sobrevivió; un presagio de que viviría para grandes cosas.

Al agravarse la guerra partidista la protección de la vida de Gregorio y doña Antonia se hizo aún más difícil y la viuda, finalmente, debió de optar por salir del pueblo. Con su hijo se fue a vivir a la vereda La Esmeralda del municipio de Tocancipá, en el vecino departamento de Cundinamarca. Al poco tiempo, doña Antonia empezó a trabajar en un chircal, elaborando tejas y ladrillos; su única ambición era proteger a Gregorio y darle la oportunidad de estudiar. Tan pronto Gregorio tuvo la edad requerida doña Antonia lo matriculó en el colegio oficial que, aunque bastante deteriorado, contaba, afortunadamente, con profesores consagrados a su oficio. Durante algunas noches, a manera de premio por el buen comportamiento de sus discípulos, los profesores hacían jornadas nocturnas de cine. Los alumnos, acostados o sentados en el piso, veían las películas que se proyectaban en la pared de uno de los salones de clase. Las películas eran como ventanas por las que los niños se asomaban a un mundo que antes escasamente podían imaginar; para Gregorio fue una época en la que su mente empezó a volar, en la que se le abrió el apetito de aprender y en la que empezó a soñar.

Pero cuando cursaba tercero de primaria y empezó a entender su propio mundo, se dio cuenta que su primera obligación era la de aliviar la carga de su madre que, en su condición de viuda, debía responder sola por la manutención de la familia, lo que, en cierta medida, lo hacía sentir culpable. Así que se retiró del colegio y, como él mismo dice, asumió el papel de hombre de la casa. Con apenas once años empezó a trabajar en el mismo oficio de su madre. Un tiempo después, reconociendo que el estudio era clave para su progreso, se matriculó en la jornada de la noche. Desde pequeño se prometió cambiar su realidad para salir adelante. Gregorio seguía el ejemplo de un padre idealista que había construido de recuerdos ajenos y una madre trabajadora que dedicaba todas sus energías al bienestar de la familia. Estaba convencido de que la manera de honrar la dedicación de sus padres era luchar para llegar lejos, más lejos de lo que ellos lo hicieron.

Gregorio empezó ayudando a doña Antonia con el traslado de los ladrillos hasta el horno. Aún era muy pequeño y solo podía con unos pocos a la vez, por eso solo le pagaban un centavo diario El dinero ganado lo utilizaba para comprar galguerías en las tiendas o alimentos para el almuerzo. No eran tiempos fáciles y las necesidades siempre estaban presentes, pero con su madre, los dos conformaban una familia en la que el amor nunca faltaba.

Durante las temporadas de siembra o cosecha, Gregorio se iba al campo a jornalear. La vida era tranquila y la Madre Tierra agradecida. Gregorio añora al niño que fue, el chircalero, el sembrador:

Cómo me gusta el campo, sembrar papa, maíz, el trigo… Uno come bien, y también vende sus productos. Era difícil, la lucha por sobrevivir era dura, pero en ese tiempo si que fui feliz.

Para Gregorio el trabajo fue desde entonces algo natural, la obligación de responder por su madre y las necesidades del hogar no tenía discusión ni siquiera en la imaginación. Esa responsabilidad la asumió toda la vida. A diferencia de muchos hijos que rápidamente salen a casarse y a construir sus propios hogares, la prioridad de Gregorio era seguir respondiendo por su mamá. Vivían en una casa pequeña, tenían muchas carencias que difícilmente satisfacían, pero permanecían unidos madre e hijo, el uno para el otro. Gregorio se sentía orgulloso de mantener a su madre y salía diariamente a trabajar por su familia con empeño. Gregorio siempre fue disciplinado y metas de vida nunca escasearon en su mente.

Doña Antonia murió a los cincuenta años; aún era una mujer joven, pero el esfuerzo físico que le exigía su trabajo en el chircal minó fuertemente su salud. Gregorio interrumpe su relato, se queda pensativo y, por un momento, en profunda oración, frente a Darnellis y a mi, reconoce y agradece la labor de su madre y el esfuerzo que tuvo que hacer para darle una vida digna. Yo volteo la cara para mirar a Darnellis y la veo tan conmovida como yo.

Cuando murió su madre Gregorio decidió irse a Bogotá a hacer una vida nueva. Allí lo recibió su primo Esteban, la única persona que conocía en la ciudad. Esteban, una persona extrovertida, alegre y jovial, llevaba seis años en la capital y había conseguido un empleo formal como vigilante de seguridad. A Gregorio le llamó la atención el trabajo de su primo y con su apoyo ingresó a este oficio, que se convirtió en una profesión y una responsabilidad para el resto de su vida. Gracias a su seriedad y disciplina cuando un contrato se acababa, a Gregorio inmediatamente lo llamaban para otro.

En esa época no era tan complicado conseguir trabajo —señala Gregorio— no se necesitaban tantos papeles, habían bastantes oportunidades y cualquiera podía acceder a ellas, siempre y cuando demostrara honestidad y firmeza.

Habiendo alcanzado un empleo estable y lleno de confianza en el futuro, Gregorio decidió proponerle matrimonio a Julia, una mujer quince años menor que él con la que llevaba saliendo algún tiempo. Julia aceptó y al poco tiempo dos niñas llegaron al nuevo hogar. Para Julia, que provenía de una familia muy humilde, Gregorio significó una estable fuente de ingresos. Por su lado ella le dio a Gregorio la ilusión de una familia. Aunque su relación con Julia no era la mejor, Gregorio asegura que la trató con decencia y quiso hacerla feliz.

Yo siempre pensé que a pesar de nuestras diferencias, Julia me quería —dice Gregorio con cierta resignación—. Ella era joven, rebelde e inquieta, en cambio yo era casero y muy calmado.

Pero la prioridad de Gregorio era progresar en el trabajo y dar lo mejor de sí mismo. Era apreciado por sus jefes porque era madrugador y no daba motivos para que le llamaran la atención. Al contrario, ayudaba de buena gana en labores que no le correspondían. Así, con esfuerzo y discreción, se ganó la confianza de todos. Los jefes le correspondían, siempre estaban dispuestos a ayudarlo, no dudaban en reconocerle las horas extras de trabajo.

Ustedes siempre me podían encontrar en la entrada, intercambiando un saludo con todo el que entraba —dice al tiempo que se lleva los brazos cruzados al pecho, como abrazando sus memorias laborales—; yo era el consentido.

Durante sus veinticinco años como vigilante, Gregorio asumió riesgos, exponiéndose en las puertas con el fin de proteger a sus jefes y siempre atento a cualquier imprevisto. Sin embargo nunca tuvo que enfrentar una situación extrema, ni siquiera un inconveniente grave. Pero todo esto cambió el 6 de diciembre de 1989, fecha del atentado ordenado por los jefes del Cartel de Medellín al edificio del DAS. Ese fatídico día, Gregorio estaba de turno vigilando la entrada del edificio.

Gregorio solo recuerda haber salido más temprano de lo usual de su casa y haber llegado con tiempo para tomarse un tinto con sus compañeros antes de iniciar labores. No recuerda haberse desplazado hasta su puesto de trabajo, ni mucho menos el estallido de la bomba. Fue una de las últimas personas en ser rescatada con vida de entre los escombros. En el hospital donde lo ingresaron permaneció seis días en coma, eran pocas las esperanzas de recuperación. Cuando despertó, solo podía mover su cabeza, no sentía nada del cuello para abajo y no entendía porque estaba en un hospital. Fue entonces cuando el médico le explico que había sobrevivido a una bomba.

Yo solo dije ¡jueputa! y me volví a desconectar hasta muchos días después.

En ese momento los especialistas creían que era poco probable que Gregorio sobreviviera el terrible accidente.

Yo quedé como un loro, con la lengua negra por toda la pólvora —continúa el viejo con su relato—, como una de esas culebras que quedan partidas en muchos pedazos. No sé cómo, pero logré sobrevivir.

Días después, cuando Gregorio se despertó y empezó a recobrar su movilidad, se dio cuenta de que su vida era un milagro. Como aquella vez entre los bultos de pasto en Boyacá, escondiéndose de los violentos, Gregorio le había ganado a la muerte. Tanto los médicos como el sacerdote del hospital estaban convencidos de que no sobreviviría, incluso le habían administrado los santos oleos. Gregorio quedó muy impactado cuando el sacerdote le dijo:

Vas a vivir muchos años más, por algo será que Dios no te llevó.

Aunque ese misterioso designio divino le daba esperanzas, en lo profundo de su alma había heridas que no sanaban; la sola mención del accidente lo conmocionaba poderosamente.

Yo tengo buena memoria, hay cosas de hace muchísimos años que tengo muy grabadas en mi mente, pero todo lo del accidente lo guardé bajo llave en el último rincón de mi cerebro.

A pesar de los momentos amargos y dolorosos, el proceso de recuperación le trajo mucha fortaleza a Gregorio. Fue muy difícil verse tan impedido, sentirse inútil, depender de los demás para moverse. Cuando tenía revisión médica o debía someterse a un tratamiento, lo tenían que recoger en ambulancia porque su cuerpo no reaccionaba. Teniendo en cuenta todos los golpes, fracturas y heridas que sufrió, Gregorio tuvo una buena recuperación. Pero había muchas dudas respecto al regreso a su vida laboral anterior. Eso lo llenaba de rabia y frustración:

Aunque yo sentía rabia de que esto me hubiera pasado a mí y lo llegué a sentir como una maldición, otras veces también pensaba: ¿pero a quién le voy a echar la culpa?

Gregorio concentró todas su fuerzas en recuperarse física y mentalmente para volver al trabajo. Como víctima del narcoterrorismo lamenta la violencia y a pesar de todo el sufrimiento que debió soportar sus palabras están libres de rencor.

Es muy dañino para el país, pero yo no quiero juzgar a nadie, eso le toca a Dios.

Durante muchos meses su único contacto con el trabajo eran las visitas que esporádicamente recibía de un compañero, quien insistentemente le preguntaba que cuándo regresaría. Gregorio se llenaba de impaciencia y ansiedad, pero asimismo agradecía que algunos amigos le dedicaran tiempo.

Yo requería mucho más reposo y atención médica pero quise anticipadamente al trabajo. No podía darme el lujo de quedarme en la casa para recuperarme mientras veía como mis hijas pasaban necesidades.

Su esposa Julia tiene una versión diferente de lo vivido en esa época.

El genio de Gregorio se volvió insoportable después del accidente. Se convirtió en una persona difícil de sobrellevar, no se aguantaba estar en la casa, discutíamos todo el tiempo, ofendía a sus hijas, y lo peor, no seguía las recomendaciones médicas.

Según Julia, Gregorio regresó al trabajo porque estaba frustrado, nadie se lo aguantaba.

No teníamos dinero pero tampoco pasábamos hambre, pues el seguro estaba respondiendo por su salud y también estaba haciendo los aportes en dinero por la incapacidad. La empresa de vigilancia aceptó a Gregorio nuevamente el trabajo en reconocimiento a su trabajo serio y cumplido antes del accidente. Es decir, sus antiguos jefes lo reincorporaron como un acto de caridad, porque sabían que estaba física y emocionalmente afectado.

De cualquier manera, Gregorio habría de lamentar su regreso al trabajo. Por haberse incorporado a sus labores antes de que se cumpliera el tiempo de incapacidad, no recibió la indemnización de la seguridad social. Allá consideraron que si Gregorio estaba trabajando era porque estaba bien. La dura realidad: que salió a trabajar porque él y su familia no habían logrado asimilar el trauma del accidente y acomodarse a una realidad de vida diferente.

Luego de cuatro meses Gregorio dejó el trabajo, argumentando que su condición física no le permitía ejercer adecuadamente sus obligaciones como vigilante.

Los dolores eran insoportables y, aunque mis compañeros mi animaban y mi cubrían la espalda, decidí renunciar.

Pero su compañero Esteban de Jesús Quintana, tiene otra historia:

Gregorio llegó muy mal al su regreso al trabajo de vigilante. Se aprovechaba de su condición para abusar y exigir la atención de unos y otros, y poco a poco lo fuimos dejando de lado. Su discapacidad no era solo física, era también mental. No lo soportábamos.

Gregorio no aceptaba la dura verdad de su accidente y su discapacidad. El orgullo y el mal genio lo llevaron a la equivocada decisión de renunciar al trabajo en un momento de rabia. Ya había perdido su incapacidad al reincorporarse, ahora perdía los ingresos.

El drama que vivió su familia no fue poca cosa. Los dos errores, perder la incapacidad del seguro y renunciar al trabajo “llenaron la copa.” Las peleas con Julia eran permanentes y un buen día don Pedro decidió irse de la casa. Nunca más quiso saber de Julia y sus hijas, ni ellas saber de él. Tristemente, Gregorio abandonó a su familia, y esta tampoco lo volvió a buscar.

Por suerte, su primo Esteban, que vivía en el extremo opuesto del barrio, se condolió de él y lo aceptó en su casa con generosidad y afecto. Para Gregorio, Esteban fue de nuevo como una bendición, a pesar de que no se habían frecuentado mucho, lo recibió con desinteresada entrega, lo invitaba a salir, hasta lo hacía reír y, sobre todo, lo ayudó a reponerse un poco de su profunda depresión.

Pero Esteban, tenía una familia numerosa y era difícil e incómodo tener a Gregorio en casa indefinidamente. La esposa se quejaba de tener que “cargar con el primo.” Aunque a Esteban no le sobraba la plata, hizo un esfuerzo grande y le dio a Gregorio el dinero necesario para comprar un pequeño lote en el barrio La Veredita. Como Gregorio no tenía recursos para construir la casa, con pequeños trozos de metal y cartón, con ladrillos desechados y algo de concreto, fue armando su ranchito.

Al cabo de un año de estar viviendo solo en La Veredita, la vida le trajo a Gladys y sus tres hijos. Gladys, quien había nacido y vivido siempre en Soacha, no muy lejos de donde vivía Gregorio, era viuda y ansiaba una buena compañía. Ella era una persona especial, una especie de ángel que se le apareció a Gregorio; entendió su frustración, lo consoló, le dio ánimo. Gladys rescató su decencia, ese espíritu generoso y alegre que se lo había robado el accidente; lo amó y se convirtieron en inseparables socios de la vida. A pesar de las dificultades, los unió la alegría y el contento. Gregorio se convirtió en el padre de los hijos de Gladys. Era una nueva vida para el.

Esta nueva vida junto a Gladys animó a Gregorio hasta tal punto que, a pesar de sus impedimentos físicos, se atrevió a buscar trabajo. Una iglesia cristiana lo contrató para vigilar sus instalaciones en ciertas horas:

Aunque sabían que yo no podía hacer mucho, se alegraban de verme sentado en la puerta y cada que podían me regalaban un mercado o útiles para el colegio de mis hijos (los hijos de Gladys).

Como una de las piernas le había quedado casi que inservible a causa de la fractura múltiple del fémur, Gregorio debía usar muletas para caminar. Las lesiones de la clavícula y el hombro, limitaban aún más su movilidad. A medida que pasaban las semanas, las dificultades y dolores aumentaban y poco a poco lo fueron amilanando, hasta que llegó un momento en el que ya no podía desplazarse al sitio de sus labores. Tampoco le quedaron ganas de buscar un nuevo oficio. Su edad y discapacidad física conspiraban en su contra.

Con los meses y los años los dolores se habían vuelto insufribles y no lo dejaban dormir; las noches eran interminables para el y para Gladys. Menos mal, en el hospital lo recibían con cariño, todo el mundo conocía la historia de Don Gregorio, “El Sobreviviente”. Los médicos se preocupaban sinceramente por él, se mantenían atentos a cualquier nuevo medicamento que pudiera aliviarle y lo animaban a esforzarse por vivir. Pero cada mañana Gregorio se levantaba un poco más débil. Sufría su dolor físico y con la misma intensidad sufría al ver el ranchito, sus precarias condiciones de vida y al no poder darles más a Gladys (a quien llamaba “mi santa”) y a sus hijos.

—Es que es muy duro pasar de más a menos.

Para Gregorio, sobreviviente de la guerra terrorista de la mafia contra el Estado, era frustrante ver como pasaban sus días.

Yo iba por buen camino antes del accidente, tenía estabilidad económica y aunque las necesidades no faltaban, tenía trabajo y salud. Si no hubiera sido por esa bomba tendría otras cosas, mi vida sería mejor, no estaría sufriendo.

Luchador como ninguno y casi que un especialista en supervivencia, Gregorio todavía buscaba fuerzas físicas y de espíritu para sacar los suyos adelante. No tenía trabajo, pero se ocupaba de los deberes de la casa y de aconsejar y consentir a los hijos de Gladys. Ella, mientras tanto, se encargaba del rebusque para la manutención de la familia.

Con oportunidades laborales reducidas a cero, Gregorio ocupaba buena parte de su tiempo recordando las épocas en que el trabajo no faltaba. Para él el trabajo era esencial, no solo por el dinero sino porque lo hacía sentir útil y le daba motivos para vivir. Pero estos viajes de la memoria eran interrumpidos muchas veces por calambres que le quitaban la respiración y por fuertes dolores que se apoderaban de su abatido cuerpo.

Gregorio nunca perdía oportunidad de compartir su historia porque tenía la esperanza de que, al contarla, algo pudiera cambiar. Su sueño era dejarles una casa a Gladys y a sus hijastros.

Dios quiera que yo alcance a ver mi casita terminada, para saber que mi familia va a tener un techo el día en que yo falte. Quiero entregarles una buena casa para disfrutar las Navidades.

Epílogo:

Descendiendo por el largo y empinado camino de La Veredita, en medio de la frustración y ansiedad que sentí al terminar la visita a Gregorio, me confesé con Darnellis:

Darnellis, usted muchas veces ha sido testigo de como le insisto a los cogestores de la Red que nuestro trabajo es conectar a las familias más pobres y vulnerables con servicios sociales que les permitan mejorar sus vidas. Les he señalado que en el corazón del acompañamiento está la intención de desatar el potencial que tiene las familias para mejorar sus propias vidas. No es por medio de la caridad que vamos a solucionar los problemas de estas familias, nuestro propósito es lograr que cada persona active sus talentos y sus capacidades para la construcción de una vida mejor. Nuestro objetivo es dotar a las familias de herramientas y habilidades para la vida para que puedan valerse por sus propios medios.

Darnellis me escuchaba con atención y creo que también con caridad, pues era consciente de que gracias a su presencia podía yo darle forma a mis reflexiones.

La mayoría de las familias de la Red Unidos —continué con mi discurso—, han vivido en situación de pobreza extrema por generaciones, por eso hay que hacerles ver que hay alternativas. Pero Darnellis, este no es el caso de Gregorio, con un trabajo formal, una extraordinaria actitud de vida, un hogar con valores y competencias suficientes, él ya había superado la pobreza. Él cayó en desgracia porque fue víctima de una guerra que lo incapacitó de por vida y de un Estado que no le respondió debidamente como víctima. Nuestro rol con cada familia es diferente, dependiendo de su situación específica, se los he dicho muchas veces a ustedes los cogestores y les he pedido que inspiren, motiven, orienten y empoderen; pero no que regalen. Sin embargo, en este caso, debo decirle que nos toca recurrir a la compasión de alguien para que Gregorio pueda vivir dignamente. Va contra nuestra idea de desarrollo pero nos enseña que algunas veces hay que regalar el pescado, porque la persona no tiene posibilidades de pescar. Y, Darnellis, con esto no estamos abandonando nuestras ideas sino adaptándonos a realidades en esta difícil tarea acabar la pobreza extrema familia por familia, una por una.

Samuel, yo entiendo, no se preocupe —dijo Darnellis una vez terminé mi “memorial”—, voy a encontrarle una solución al problema de vivienda de Gregorio.

Querida Darnellis —le respondí—, si lo logra, sería un gran acto de solidaridad y nobleza —Miré al cielo agradeciendo en silencio por funcionarios capaces y comprometidos como Darnellis.

Seguía lloviznado, la tozudas nubes, aún más oscuras, continuaban estacionadas encima de Soacha. Respiré profundo y recordé lo que me aseguró mi padre hace muchos años: “Solo es nuestro lo que damos”.


Un año más tarde, en septiembre de 2012, gracias a la gestión de Darnellis, una fundación que opera en Soacha, le construyó a Gregorio en su lote una casa prefabricada muy sencilla, con dos pequeños dormitorios y una cocineta. La casa fue un logro significativo, pero aun no tenía las instalaciones sanitarias, pues faltaba conectarla a la red de acueducto. Aún así, Gregorio alcanzó el sueño de una casa para el y su familia. El día que estuvo lista la casa, lleno de emoción y gratitud, Gregorio, con una energía que le salía del alma más que del cuerpo, le pidió a Gladys y a sus hijos:

Ármenme la cama que esta noche nos quedamos acá.

Desafortunadamente, la alegría le duró poco. Treinta días después de inaugurar su casa, la vida de don Goyito, como cariñosamente le decían los vecinos, se apagó tras ser vencido por un furtivo cáncer que velozmente invadió su quebrantado cuerpo.

Gloria y sus hijos, que fueron también los de Gregorio, continúan viviendo en la casa hasta el día de hoy. Gregorio murió sin haberles fallado.


(*) Nombre ficticio 

[1] Estrategia del gobierno nacional de acompañamiento permanente a las familias en situación de pobreza extrema y desplazamiento, que promueve la articulación interinstitucional y de recursos para el acceso preferente de los más pobres a la oferta de programas sociales del Estado, de empresas privadas y de organizaciones sociales.


 

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