Repensar las industrias extractivas

Por: Rodrigo Arce Rojas con la colaboración de Marina Irigoyen. 

Aludir a las industrias extractivas rápidamente genera pasiones que generalmente se van a los extremos, o se la ensalza por su contribución al crecimiento económico o se la cuestiona ácidamente por los impactos sociales y ambientales que genera.

Una posición intermedia es aquella que señala la necesidad de desarrollar las industrias extractivas tomando en cuenta consideraciones sociales y ambientales, reconociendo su importante peso en la economía nacional[1]. En esta perspectiva integradora se ha avanzado una serie de iniciativas tanto desde el sector público (estatal, e interestatal), privado o en espacios multiactor que han formulado diversos estándares, códigos y pactos orientados al desarrollo de industrias extractivas responsables. No obstante, los frecuentes conflictos socioambientales (llamados también ecoterritoriales) dan cuenta que estos esfuerzos, aunque valiosos, no son suficientes.

Poblaciones que se ven afectadas y ambientes contaminados ponen en evidencia que aún falta mucho para poder afirmar que en verdad estamos frente a un movimiento generalizado de industrias extractivas responsables. Si bien son muchas las empresas que asumen códigos de conducta altamente innovadores y socialmente responsables e incluso líderes de connotadas empresas mineras han avanzado en generar una Visión Compartida de la Minería, ésta no llega a calar en las instancias gremiales representativas, valga decir la Sociedad Nacional de Minería y Petróleo (SNMPE). De otro lado, destacan los esfuerzos concertadores de líderes sociales, empresariales y del Estado al constituir el Grupo de Diálogo Minería y Desarrollo Sostenible como colectivo multiactor.


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Trabajadores en una banda transportadora de carbón en Workers Datong, China, noviembre 20, 2015. AFP PHOTO / GREG BAKER / AFP / GREG BAKER


De esa forma, constatamos una evidente resistencia a construir una visión compartida de la minería responsable. Las relaciones que se han desarrollado entre los diversos actores involucrados en las industrias extractivas no han logrado estructurar un marco de confianza y visión compartida y cada uno de estos actores piensa que está haciendo bien las cosas siendo el resultado final que se mantienen las distancias, los temores y los recelos mutuos. Ello nos invita a repensar las relaciones que se verifican en las actividades extractivas superando los enfoques lineales, sectoriales y deterministas.

La heterogeneidad dentro de un aparente actor homogéneo

Lo primero que habría que reconocer es que no hay actores homogéneos con posiciones e intereses compactos. Los aparentes conflictos entre comunidades locales y empresas extractivas son en realidad conflictos múltiples y multidireccionales que se dan no solo al interior de cada uno de los actores (por temas de poder, género, edades, entre otros factores) sino también conflictos implícitos con el Estado que a veces se vuelven explícitos. El Estado mismo es complejo porque existen diferentes posiciones (en función a sus objetivos, competencias y funciones) respecto al papel que deben jugar en el desarrollo de industrias extractivas responsables. Asimismo, hay terceros actores que intervienen con diversos roles y con impactos tangibles en la conflictividad, en una dirección u otra.

Ante esta diversidad de actores habría que preguntarse bajo qué paradigmas, creencias, modelos mentales se acercan a la relación cada uno de los grupos y subgrupos. También habría que preguntarse con qué tipo de pensamiento desarrollan la relación cada uno de los actores con sus especificidades. Asimismo, qué emociones y sentimientos se despliegan y que en conjunto con los otros factores se convierten en narrativas, discursos, actitudes, comportamientos y prácticas. Qué duda cabe entonces que estamos frente a sistemas complejos y habría que abordarlo como tal.

Frente a la constatación que las actividades extractivas de todas maneras generan impactos sociales y ambientales, la fórmula planteada –en la mayoría de los casos en que se acepta los proyectos- es que se amplifiquen los beneficios para todos y se disminuyan hasta donde sean posible los daños. La fórmula parece sencilla pero habría que preguntarse si en realidad se produce una (re)distribución equitativa de los beneficios y cuál es el grado del impacto aceptable, además por parte de quién. A todas luces la ecuación está mal resuelta y es lo que abona la conflictividad.

Los actores, sus objetivos planteados y su naturaleza

Habría que preguntarles entonces a cada uno de los actores involucrados (incluyendo su propia diversidad social) cuáles son sus verdaderos objetivos y si todos están conscientes de ellos. ¿Son objetivos personales, colectivos o una integración entre lo individual y lo colectivo? ¿Son objetivos materiales, son objetivos trascendentes o una mezcla de ellos? ¿Son objetivos de interés inmediato o tienen la capacidad de abordar el mediano y el largo plazo? ¿Corresponden a miradas coyunturales o a miradas que incorporan estratégicamente el mediano y largo plazo? ¿Son objetivos fundamentalmente económicos o son objetivos que abordan la sostenibilidad en su integridad?

La definición clara de objetivos tiene que ver la claridad de las posiciones, los intereses y la consistencia de sus propuestas.  Se aprecia que en muchos casos priman objetivos transaccionales de intercambio y se pierden de vista objetivos más estratégicos como aquellos que buscan el bienestar individual y colectivo en el marco del desarrollo territorial sostenible y por tanto con perspectiva de sostenibilidad.

Habría que preguntarse en qué medida todos los actores toman como referencia los Objetivos de Desarrollo Sostenible al 2030 que como humanidad nos hemos autoimpuesto cuando líderes mundiales adoptaron un conjunto de objetivos globales para erradicar la pobreza, proteger el planeta y asegurar la prosperidad para todos en la Organización de Naciones Unidas, ONU, hace unos años. Al no considerar necesariamente una mirada más estratégica los actores se pierden en visiones más sesgadas y pragmáticas a sus objetivos e intereses inmediatos lo que afecta la calidad de las relaciones. Bajo esa perspectiva la relación es considerada buena en la que medida que todos logren satisfacer sus legítimas necesidades inmediatas aunque no necesariamente sea buena para las propias comunidades y para el ambiente.

Un caso evidente es el del empleo. Son muchas las veces en que, bajo condiciones de pobreza y pobreza extrema las comunidades locales se aferran legítimamente a las posibilidades de trabajo lo que afecta su capacidad de negociación. Un enfoque que se centra únicamente en las necesidades finalmente puede llevar a una relación clientelar y asistencialista y que además desvirtúa el mercado de trabajo local, afectando por lo general la actividad agrícola que no puede sostener esos niveles de salarios.

Las necesidades son legítimas, el problema es cuando la relación solo o principalmente se concentra en ellas. Si cada uno de los actores solo piensa en satisfacer sus necesidades entonces prima el interés particular y no genera una relación de interdependencia colaborativa, sinérgica y constructiva. Depender del otro, en una relación asimétrica, también anula o afecta la capacidad de liberar tus propias capacidades, facultades y potencialidades. Todo ello nos lleva a pensar cómo se están manejando las relaciones de poder entre todos los actores involucrados (y al interior de sus organizaciones o instituciones) para ver si se está construyendo sostenibilidad o solo se está actuando coyunturalmente.

Vista así las cosas, no se trata únicamente de quién está a favor o quién está en contra de las industrias extractivas. Tenemos situaciones extremas en que se presentan dilemas sobre generación de empleo y contaminación. Es engañoso apelar al hecho que la población apoya a la industria extractiva cuando está de por medio una relación clientelar. Es artificial decir que las industrias extractivas generan desarrollo económico y prosperidad cuando hay poblaciones que tienen que convivir con agua, suelo y aire contaminado. Tampoco se trata únicamente de redistribuir la riqueza si por más ingresos que el poblador reciba tiene que ser a costa de incorporar metales pesados en sus organismos.

La calidad de las relaciones entre actores por tanto no puede reducirse únicamente a la medición económica de la contribución de las industrias extractivas, sea en el nivel nacional o local. En la ecuación final necesita incorporarse derechos humanos, dignidad, salud, alegría y no considerar los atentados a los derechos humanos de las poblaciones locales en ámbitos de las industrias extractivas como efectos colaterales del progreso.

Es preciso reconocer que en la forma actual cómo se están desarrollando las relaciones entre los actores de las industrias extractivas tienen varias distorsiones y sesgos que no permiten ver la realidad en su cabal dimensión. Si las poblaciones locales sacrifican su salud por contar con ingresos entonces la tarea está imperfecta. Si las poblaciones locales concentran todas sus posibilidades de desarrollo únicamente en función a la presencia de las industrias extractivas entonces no hemos generado condiciones para la autonomía.

Por último, si las poblaciones locales perciben que el Estado está más interesado en sacar adelante las industrias extractivas que en garantizar sus derechos entonces podemos reconocer que la tarea no está completa. Lo que nos lleva a preguntarnos, ¿está el Estado en capacidad de administrar la minería, tenemos las capacidades institucionales para gestionar un sector de esta importancia o qué más tenemos que hacer para contar con industrias extractivas responsables? Y de otro lado, ¿En qué aspectos deben las organizaciones sociales, de nivel intermedio y local, fortalecerse para llevar a cabo diálogos y negociaciones de calidad?

Todo ello nos lleva al imperativo moral y ciudadano de repensar las relaciones entre los actores de las industrias extractivas. El crecimiento económico no puede llamarse prosperidad si no ayuda a la liberación de las capacidades, facultades y potencialidades de las comunidades locales y si es que no garantiza salud física e integridad psicológica.

Se constituye un reto para el diálogo promover acercamientos entre las partes, cuidando de no afectar la exigibilidad de derechos humanos fundamentales, apuntando a ser un diálogo genuino y transformador.


[1] Consideremos nomás que en el 2016, según cifras del Banco Central de Reserva del Perú, las exportaciones mineras representaron el 65% del total del valor de las exportaciones del país y generaron empleo directo e indirecto para dos millones de personas.


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