Por: Julio Mario Hoyos
Las ciencias básicas pueden ser el respaldo de las ciencias aplicadas, pero no gozan de tanta financiación.
Con este título, en 1939 el educador estadounidense Abraham Flexner publicó un artículo en Harper´s Magazine sobre la importancia de la ciencia básica en la aplicada. Desde mi punto de vista, este escrito cae “como anillo al dedo” ante la situación que estamos viviendo con la pandemia que nos aqueja. ¿Esto por qué? Porque la investigación que se ha desarrollado con el fin de descubrir las características moleculares, las potencialidades infecciosas y las formas de atacar de este espinoso virus, difícilmente se hubiera podido llevar a cabo en tan poco tiempo sin una ciencia básica poderosa de respaldo.
La controversia entre esos, llamémoslos así, tipos de ciencias, no es nueva. Un proceso ilustrador es el que nos muestra el invento de la lámpara para mineros por el químico inglés Humphry Davy quien, en 1815, demostró que su sabiduría básica en química era aplicable en la construcción de algún dispositivo, transformando así aquella en lo que se conocía como “el conocimiento útil”.
Al afirmar que la investigación básica se lleva a cabo por el deseo de satisfacer la curiosidad, respondiendo así a preguntas sobre la estructura y función del mundo en que vivimos, Flexner pone el ejemplo del trabajo aplicado llevado a cabo por el ingeniero italiano Guglielmo Marconi en la transmisión de mensajes de manera inalámbrica por el telégrafo, y las investigaciones teóricas fundamentales de los físicos alemanes Heinrich Hertz y James Clerk Maxwell sobre magnetismo y electricidad a finales del siglo XIX.
Los que trabajamos en ciencia básica, sabemos las dificultades que esta tiene para ser financiada y para lograr hacerla necesaria ante entidades que consultan a otros investigadores, es decir, a colegas nuestros. A este conocimiento “inútil”, el premio Nobel de química de 1967 George Porter prefería llamarlo “investigación aún no aplicada”: ¿por qué no adoptar más bien esta denominación?
Volviendo entonces a la malhadada pandemia, podríamos decir que los logros que se han tenido en el descubrimiento de la estructura y función del virus y, sobre todo, en la producción de las vacunas contra el SARS-CoV-2, de manera tan rápida, es producto del inmenso conocimiento previo que hay al respecto, desde el descubrimiento de la estructura de los ácidos nucleicos, hasta los estudios del RNAm y su potencial uso en la obtención de vacunas. Esto último ha sido fundamental para que, en menos de un año, hayan aparecido vacunas con esta tecnología, principalmente por el trabajo hecho en los años 90 del siglo XX por la bióloga húngara Katalin Karikó quien parece ser que fue la primera persona en sugerir en hacer tratamientos y vacunas con base en el RNAm.
Todo lo anterior muestra que los Estados deben mantener el apoyo a la investigación básica, pero, ojalá, esta enfermedad no sea la única fuente de interés de las instituciones financiadoras pues necesitamos dinero para muchos otros trabajos teóricos y prácticos en investigación “aún no aplicada”.
Julio Mario Hoyos es profesor titular adscrito al Departamento de Biología de la PUJ, Unidad de Ecología y Sistemática (UNESIS), desde 1988. También es biólogo de la Universidad Nacional de Colombia con Maestría en Sistemática de la misma Universidad, tiene un DEA en Sistemática del Museo de Historia Natural de París, Francia, y un Ph.D. en Ciencias del mismo museo*
Esta columna de opinión es la cuarta entrega del especial que se suma a la conmemoración de los 50 años de la Facultad de Ciencias de la Pontificia Universidad Javeriana.
Nota publicada en Pesquisa Javeriana, reproducida en PCNPost con autorización
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SOURCE: Pesquisa Javeriana
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