Por: Pascual Gaviria Uribe
La muerte será siempre un acecho que nos empuja o nos paraliza, un terrible aliciente que no marca direcciones ni entrega ninguna garantía. Una objeción a todos los planes, a los caprichos y a los grandes ideales. Ahora está todos los días en una especia de balance que hacemos de la manera más trillada, como si contáramos simples tránsitos entre dos fronteras corrientes. La vemos en las tablas de la burocracia y en los informes periodísticos, y su número lejano nos dice que se acerca, que crece como una inundación inevitable.
Esa cercanía puede trivializarla, puede convertirla en una carga que a la distancia estamos dispuestos a soportar con cierta naturalidad. Los asiduos de los hospitales nos hablan de ella con cierto cinismo. Son unos especialistas y logran ser descarnados, hacen las proyecciones del drama que viene en las habitaciones asignadas, entregan la descripción de los candidatos ideales para esa estadística, las anécdotas sobre sus colegas pusilánimes o consagrados. No digamos que la invocan, pero sí nos muestran una cara a la que no estamos acostumbrados. Y nos demuestran que están mejor preparados para la acción que para la espera.
También los funerarios han mostrado una faceta menos parca. Esa indiferencia bien disimulada de consideración es hoy más cercana a la suficiencia. Al menos entre quienes no han recibido una espantosa avalancha. “Aquí estamos con los últimos datos, con la posibilidad de desmentir los informes oficiales, con las noticias de última hora”, parecen decir. Convertidos en informantes del más allá. Y tal vez podrían llevar en el bolsillo de sus chaquetas el fragmento de un poema del escritor británico Kingsley Amis: “Tengo algo que decir a favor de la muerte: / no te obliga a dejar la cama, y es una suerte. / A cualquier parte, estés de pie o largo / llega hasta ti sin cobrar recargo”.
Imposible no pensar en el libro de un enfermo célebre, Mortalidad, escrito por Christopher Hitchens durante el tratamiento de un cáncer de esófago que terminó con su vida luego de un año y medio de gira por hospitales. Hitchens se arrepiente varias veces en esas páginas por tratar, en algunos momentos, su convalecencia como una lucha. En un principio lo asumió usando una frase que se atribuye a Nietzsche: “Lo que no me ha matado me ha hecho más fuerte”. Dejó de creer en esa batalla que solo tenía derrotas, entonces tomó prestadas las palabras de un colega profesor que padeció un derrame cerebral y otras dolencias: “Los pacientes yacíamos en tumbas de colchones”.
Ese libro sobre la muerte se parece en realidad a un repaso clínico, a una diatriba contra los tratamientos, las preguntas de los sanos, la condescendencia, la debilidad, el hipo, el estreñimiento… “La difícil ocupación por sobrevivir” no deja espacio para mucho más. Esa es tal vez la mayor derrota de ese libro: ser más un tránsito entre habitaciones y una reseña de la expulsión del país de los sanos que una profunda meditación sobre el final de la vida. Médicos y abogados son los grandes protagonistas de ese peregrinaje: “Burocracia, la maldición de Villa Tumor.”
Pero ese no es único vacío que dejan las 120 páginas de Mortalidad. Tampoco sobre la enfermedad queda mucho que decir. Es imposible advertir el dolor. Los médicos no lograron describirlo antes de los tratamientos, y él tampoco puede hacerlo para los futuros pacientes. Esa voz, al final, parecer no tener privilegio alguno: la enfermedad “entraña siempre una tentación permanente de mostrarse egocéntrico”. Y a nosotros nos toca volver a los cuadros y diarios y a los temores.
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