Por: Pascual Gaviria Uribe
En el principio es el caos. En la poceta se levantan varias torres desiguales en tamaño, forma y color. Los platos pandos son la estructura más sólida, apilados entre ojos de grasa tienen algunos pisos dobles por el efecto de una cuchara o un tenedor entreverados que inclinan la torre a lado y lado. Los platos hondos están coronados por un agua entintada de repollo morado en el último piso, un poco de café en el sexto, un pegote de salsa de tomate en el quinto y así hasta completar la paleta de colores y sabores en el primer piso, al lado del desagüé donde las pepas variadas, las hilachas irreconocibles y las brasas de lechuga y pasta impiden la salida del agua. Los cubiertos están sumergidos en un balde con una sopa que recoge la culinaria de dos días largos mientras los vasos y las copas peligran sobre el mesón mostrando los cunchos para el remordimiento.
El conjunto es repulsivo y seductor. Las esponjillas dispuestas y el jabón mostrando su verde tóxico e implacable. Comienza la función poniendo orden al mugre, haciendo un inventario y abriendo espacio para disponer las virtudes de la limpieza. Al comienzo, el movimiento circular sobre los platos ayuda a mover los pensamientos reiterativos, esas ideas que vuelven y nunca se concretan, esos problemas sin solución. El jabón ablanda un poco los mecanismos del cerebro y parece que hay salidas, y hasta se alcanza a ver el espejismo de una genialidad.
El trabajo rinde y ya hay una sección donde los pozos de grasa se llenan de burbujas iridiscentes. Los cubiertos entregan algún riesgo, sierras, puntas, filos, hacen obligatoria la concentración. Entonces es hora de dedicarle un tiempo al sonsonete en el radio, una canción vieja, una discusión atascada sobre fútbol o política. Y de fondo ese sentimiento delicioso de estar avanzando en la tarea, de perder el tiempo haciendo una labor invaluable, de haber emprendido un heroísmo doméstico.
Para los vasos y las copas es necesario cambiar de esponjilla y cuidar los gustos futuros de olores atrevidos. Ahora se trata de llegar hasta el fondo para sacar el limo del vino, el pegote de la cerveza, los colores del te en la jarra, la arena del café, los restos del vaso que bebió las aguas de un sartén. Surgen entonces los pensamientos turbios. Pero es necesaria la destreza para juagar rápido sin desperdiciar agua. De modo que no hay tiempo de rumiar miserias. Mientras se pone un elemento en la rejilla de secado se debe dejar otro bajo el chorro de la llave. Todo coordinado con una canción fácil que entrega el dial. Para terminar, los sartenes y las ollas olvidados en el fogón. Hora de la esponjilla contra las costras geológicas: la tarea titánica para el final, cuando duele un poco la espalda y no queda más que recordar alguna rabia agazapada.
Pronto todo toma un aire despejado. Es hermoso el encarrilamiento de los platos y el goteo de los vasos, la montaña de sartenes se ve magnífica y los cuchillos punta abajo nos hablan del fin de la batalla. El trapo sobre el mesón es tal vez la mayor delicia, una labor tan suave y sencilla entrega ese brillo definitivo. Y uno quiere llamar a los habitantes de la casa para que vean semejante obra. Pero a nadie le importa. Así que no queda más que entrar a la cocina una y otra vez a admirar el paisaje y vigilar que todo esté en su sitio ¿Por qué no contar cada pieza para tener claro el tamaño de la faena? Y luego dicen algunos descreídos que es mejor meter todo a un lavaplatos y atenerse al zumbido de sus aguas calientes y al vaho que sale al abrir su puerta ¿Y dejar que la máquina piense por uno?
Para el final es necesaria una cerveza como medalla de honor. Eso sí, hay que tomarla en botella para no entregar una nueva mancha, ni una sola.
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