En Colombia, la paz se consigue paso a paso

Desde las montañas hasta la costa, la guerra civil de Colombia azotó el país durante más de 50 años, antes de que se firmara el acuerdo de paz final entre el Gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016.

Cincuenta años son muchos. El conflicto afectó a más de 8 millones de personas y supuso una guerra contra las mujeres y sus cuerpos. Desde 1985, ha habido 29.133 víctimas registradas de violencia sexual relacionada con el conflicto, la mayoría de las cuales son mujeres y niñas.

Dos años y medio después de que se firmara el acuerdo de paz, han surgido nuevas dificultades derivadas de la reaparición de grupos armados, el tráfico de drogas y la crisis humanitaria desencadenada en Venezuela que ha forzado a más de 1.260.000 personas migrantes y refugiadas a huir a Colombia. [1]

El conflicto en Colombia ha dejado cicatrices profundas, y la paz duradera es actualmente un camino por recorrer, más que un destino. Lo único que sigue siendo constante en este camino es el poder y la perseverancia de las mujeres que forjan la paz contra todas las adversidades, defendiendo los derechos humanos día a día.

Mediante proyectos financiados por los gobiernos de Suecia y Noruega, ONU Mujeres ha acompañado a las mujeres colombianas en este camino hacia la paz.

Sembrar café, recoger paz

En las exuberantes y verdes montañas de El Tablón de Gómez, un pequeño municipio del sureste del territorio de Nariño, Cielo Gómez no puede olvidar el conflicto.

“En abril de 2003, hubo un conflicto entre las guerrillas y el ejército. Todos teníamos miedo. Un niño murió en el fuego cruzado que hubo en La Victoria. El ejército fue casa por casa, buscando a las guerrillas y sacando todas nuestras cosas: colchones, ropa, todo…”.


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Una mujer cosecha café en una finca cerca de Tablón de Gómez, en el territorio de Nariño en Colombia. Foto: ONU Mujeres/Ryan Brown


Los ataques hicieron que comunidades enteras huyeran a esconderse en las montañas, abandonando sus hogares, su tierra y todas las posesiones que no podían llevar consigo. La familia Gómez fue una de las que decidió volver después de estar escondida un mes, ya que no tenía ningún otro sitio adonde ir.

“Cuando regresamos, vimos que el tejado de nuestra casa había sido destrozado, que no había electricidad… El ejército dijo que había asesinado y enterrado a las guerrillas en fosas comunes”.

Durante años, las personas que vivían en Nariño sufrieron los efectos del conflicto. Ahora, finalmente, algunas de ellas, como Cielo Gómez, han empezado a creer en un futuro mejor. Cielo se dedica a cultivar café, y gracias al proceso de restitución de tierras actualmente posee un terreno propio.

La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448) está intentando devolver tierras usurpadas ilegalmente a sus ocupantes legítimos. En muchos casos, el proceso de restitución de tierras formalizó el derecho de propiedad de tierras para aquellas personas que ya habían regresado a su tierra pero no tenían documentos oficiales para demostrar que era suya. Puesto que tradicionalmente las mujeres no eran propietarias de tierras, no sabían que podían reclamar la propiedad en virtud de la nueva ley. Gracias a un proyecto de ONU Mujeres financiado por el Gobierno de Suecia, Cielo Gómez, junto con otras mujeres y hombres de la zona, se familiarizaron con el derecho a la tierra y desarrollaron habilidades empresariales y de liderazgo.

“La capacitación me enseñó a ser empresaria e independiente”, explica Cielo. “También adquirí conocimientos sobre mi cuerpo y mis derechos. Así supe que podía ir a un banco, conseguir un préstamo y comprar tierras. De hecho, eso es lo que hice hace un año y medio. Contraté un préstamo y compré otra parcela de terreno”.

Para Cielo Gómez, la paz es despertarse por la mañana, tomar café con su familia y después ir a trabajar al campo para cultivar café. Su sueño es poner en marcha su propia empresa de café y que su hija vaya a la universidad.

“Ahora mismo me siento segura”, afirma.

“Aquí el conflicto todavía no ha terminado”

Desde las montañas, hay 349 km hasta la costa del Pacífico de Colombia, donde bajo un sol radiante se encuentra la ciudad de Tumaco, también parte del territorio de Nariño. Su población es predominantemente afrocolombiana. Aquí, todavía hay soldados armados que patrullan las calles, y la seguridad es más incierta.

En la segunda planta de una casa con un balcón a medio construir, un grupo de mujeres de todas las edades se han reunido para cantar juntas. Forman parte de la red de cantantes Cantadoras, que se sirve de la música tradicional afrocolombiana para preservar su cultura y promover la paz.

Paola Andrea Navia Cassanova, una de las cofundadoras de la red, explica: “Este proyecto se centra en el liderazgo de las mujeres. Cantar es una expresión política de las mujeres colombianas de la costa del Pacífico, se trata de una herramienta que les permite demostrar el poder de la voz de las mujeres”.

“Para mí, el proyecto de las cantadoras habla de protección, resiliencia y resistencia. Las verdaderas historias las cuentan las personas que cantan sobre sus circunstancias vitales. [En esta red] hay mujeres desplazadas por el conflicto, niñas y niños y jóvenes que han perdido a sus familias”.

Mila Mosquera Rodríguez es una de las integrantes más jóvenes de la red. Esta red le ha dado esperanza y un espacio seguro; gracias a ella se siente orgullosa de su legado cultural.

“Cuando escucho el sonido del tambor, creo que me llama por mi nombre”, afirma Mila.

“Una vez que te unes al grupo de las Cantadoras, dejas de pensar en las armas, porque todo el tiempo libre y el vacío que sentías en tu vida ahora se llena con la música. Aquí, en Tumaco, el conflicto todavía no ha terminado. Es verdad que tenemos un acuerdo de paz, pero sólo hay que mirar alrededor…”.

Por la noche, la oscuridad envuelve a Mila. Un grupo de guerrillas había bombardeado la central eléctrica.

Mila recuerda la muerte de su primo y un músico por actos violentos acontecidos recientemente: “Yo estaba en el cementerio durante el entierro. Al lado mío había una mujer. Un muchacho entró en el cementerio y la mató de un disparo. Cayó a mis pies. Durante los primeros cinco minutos, me quedé allí de pie, paralizada por el miedo. Después, empecé a correr”.

“La población joven de mi comunidad necesita espacios seguros y oportunidades para hacer lo que quieran hacer, como deporte, música, pintura; tienen que trabajar”.

Alba María Valencia Preciado concuerda con Mila. Ella tiene poco más de 70 años y pertenece a una larga saga de cantadoras. Empezó a cantar cuando tenía apenas 10 años.

“Preservar esta música es importante porque para nosotras es divertido, nos da libertad”, afirma. “Hay jóvenes que han dejado de apreciar esta música, pero otros han seguido con la tradición. He creado un pequeño grupo de niñas y niños que llamo ‘las semillas’. Cuando yo muera, esta tradición musical seguirá”.

Alba María llegó a Tumaco sólo con la ropa que llevaba puesta, y siete hijas e hijos detrás de ella. Había huido de la atroz violencia desencadenada en su aldea. “Antes la gente llamaba a mi aldea ‘la sirena’, porque era muy bonita”.

Al lado de Alba María está sentada Ana Jimena, su hija, también cantante. Jimena era muy pequeña cuando se desplazó hacia Tumaco y, aunque no lo recuerda, ha crecido rodeada por la violencia de los barrios. “Aquí en Tumaco hay muchas bandas. Luchan por hacerse con el control de diferentes zonas debido al tráfico de drogas”, explica.

Jimena está a punto de dar a luz, y desea la paz desesperadamente. Para ella la paz debería significar “que cuento con los recursos necesarios para dar de comer a la hija que voy a tener, y que luego ella podrá ir a la escuela y a la universidad. También quiero que crezca conociendo nuestra cultura y nuestra música, nada más”.

“Los índices de inseguridad alimentaria son muy altos aquí”

No muy lejos de las Cantadoras hay otro grupo de mujeres que intentan plantar las semillas de la paz, de parcela en parcela.

Puesta en marcha por seis mujeres, cinco de las cuales habían estudiado agrosilvicultura, la Fundación Mujeres Emprendedoras del Pacífico (FMEPAC) ayuda a las agricultoras de Tumaco y sus alrededores a cultivar alimentos y recuperar la tierra que se había utilizado para cultivar coca a lo largo de las generaciones.

Tumaco es uno de los principales productores de hojas de coca en Colombia, que se utilizan para fabricar cocaína. Durante décadas, las agricultoras y los agricultores empobrecidos han cultivado este lucrativo producto, ya sea por necesidad económica o porque no podían negarse a los señores de la droga.

“Hay 200 hectáreas de coca, o quizás más, solamente en Tulmu y Panal [aldeas cerca de Tumaco]. El gobierno nos ha olvidado y los cultivos que son legales tienen una producción relativamente menor en comparación con la coca. Los cultivos legales exigen un mayor esfuerzo para comercializarlos [y para que sean rentables]”, explica Adriana Arizala-Mesa, una de las cofundadoras de la FMEPAC.

“El acceso a los terrenos de cultivo es difícil”, añade Yadira Ramírez Quiñones, una agricultora de 26 años de edad que trabaja con la FMEPAC. “Están lejos, y las carreteras no son buenas. El resto de productos agrícolas no puede competir con la coca. En el caso de la coca, el comprador viene al terreno, compra la coca y se va con ella”.

La FMEPAC ha trabajado con más de 80 agricultoras de las aldeas de Tulmu y Panal, donde el Gobierno de Colombia respaldó un proceso para eliminar los cultivos de coca. El proceso es manual y tedioso. El gobierno prometió 2 millones de pesos colombianos cada dos meses a cada persona que participase en el programa, pero las mujeres de la FMEPAC afirmaron que únicamente había llegado una fracción del pago y las comunidades estaban sumidas en el caos.

Cuesta imaginar que existe inseguridad alimentaria en esta tierra verde y fértil, pero “los índices de inseguridad alimentaria son muy altos aquí”, afirma Yadira. “La coca necesita mucho espacio, tuvimos que talar todos los árboles y abandonar otros cultivos autóctonos, como los plátanos, la yuca y nuestros árboles frutales. También perdimos el cacao, que solía ser el cultivo más importante desde el punto de vista económico para este municipio”.

Las agricultoras y los agricultores de esta zona necesitan capacitación para cultivar otros productos, acceder a fertilizantes y tener mejores carreteras e infraestructuras para poder ir a los mercados fácilmente. “Hay toda una generación de jóvenes que solamente sabe cultivar coca”, afirma Adriana. “También es importante ayudarles a procesar, comercializar y vender los productos [agrícolas]”.

ONU Mujeres apoyó a la FMEPAC en la instrumentación de un proyecto que enseñó a las mujeres a cultivar frutas autóctonas, procesarlas y comercializarlas. Además, el proyecto trabajó con mujeres y hombres para transformar los estereotipos y las normas de género.

“Gracias a la capacitación conocimos nuestros derechos. Nos enseñó que las mujeres pueden hacer todo lo que hacen los hombres”, afirma Yadira. “Nos enseñó a valorarnos”.

“Mi sueño es ver la paz en Tumaco algún día”, afirma Adriana. “Quiero que nuestras hijas y nuestros hijos tengan una oportunidad real y puedan andar libremente por las calles sin tener miedo. No queremos pedir ayuda. Lo que queremos es ofrecer a la gente los productos que tenemos. Somos ricos en recursos naturales, queremos nuestra autonomía”.

Son las pequeñas cosas, los grandes sueños y el infinito potencial que las mujeres y la población joven de Colombia aportan cada día lo que permite mantener la promesa de una paz duradera. En este camino hacia la paz, las mujeres van delante.


Notas

[1] Radiografía de los Venezolanos en Colombia (2019). Migración Colombia. 31 de marzo.


Nota publicada en ONU Mujeres, reproducida en PCNPost con autorización


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SOURCE: ONU Mujeres

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