Por: Cristian Julián Díaz Álvarez.
Docente del programa de Ingeniería Ambiental de la Universidad Central.
Los reiterados problemas que se presentan, desde hace ya varios años, con relación al manejo de los residuos sólidos en los centros urbanos, en especial en Bogotá y su relleno sanitario Doña Juana, son fruto de un método que se concentra en ocultar –vía entierro tecnificado– los subproductos del consumo (metabolismo) urbano que no tienen un uso claro, ni capacidad real de recuperación en el momento de ser generados, ni tampoco una valoración significativa en el mercado o en proceso productivo alguno.
Para muchos tecnócratas los rellenos sanitarios son la expresión máxima de la gestión de los residuos sólidos; mausoleos enormes donde descansan indefinidamente materiales con tiempos de degradación que muchas veces superan los años de expectativa de vida de aquellos que los generamos. Obras civiles que multiplican el problema ambiental que buscan resolver.
La generación de lixiviados (líquidos resultantes por el paso del agua a través de los residuos sólidos y por su descomposición), las emisiones con potencial efecto invernadero, la degradación e inutilización del suelo, la generación y proliferación de ratas, moscas y plagas (vectores), y por supuesto, las basuras contenidas, son el culmen de este arcaico método, que proviene de antiguas civilizaciones que literalmente no sabían cómo lidiar con sus basuras.
A manera de ejemplo, podemos hablar del monte Testaccio, en Roma, que está formado únicamente por ánforas en las cuales se transportaba vino y aceite de oliva, desechadas hace más de dos mil años por sus otrora habitantes. A semejanza del Relleno Sanitario Doña Juana, que inició operaciones en 1989 y cuya vida útil llegó a su fin en 2014 –en la primera licencia–, luego de haber recibido aproximadamente 42 millones de toneladas de basura; pero que gracias a artificios técnicos y decisiones políticas ha recibido una vigencia forzada hasta la actualidad, sobrepasando un diseño inicial que ahora muestra sus consecuencias.
Dentro de muchos años, los arqueólogos del futuro comprenderán nuestro comportamiento ambiental suicida al explorar la localidad de Ciudad Bolívar, verificando que desechábamos a diestra y siniestra nuestras efímeras posesiones, que desperdiciábamos comida como si viviéramos en la opulencia, que convivíamos con sustancias químicas peligrosas y padecíamos de trastornos obsesivos compulsivos con los productos de aseo. Seguramente, estos científicos del futuro se preguntarán las razones por las cuales no pensamos en hacer algo mejor, o en por qué no teníamos un estilo de vida más frugal o austero.
Luego de tres milenios de hacer lo mismo, ¿no sería posible pensar en otras opciones?, como el aprovechamiento energético de la mayoría de residuos que generamos, como lo hacen otros países que no pueden darse el lujo de derrochar tierras útiles para cultivos, reservas naturales o expansión urbana (aquello que tanto desea nuestro actual alcalde).
Corea del Sur, Singapur, Japón, Reino Unido, España y Alemania, entre otros, son ejemplos exitosos, ya que proveen energía eléctrica a su población gracias al aprovechamiento térmico de las basuras. Bogotá podría hacerlo, pudiendo obtener una energía bruta aproximada de 71 GigaBTU al día (20 millones de kwh), cantidad suficiente para socorrer las necesidades mensuales de energía eléctrica de la ciudad. Eso, sin duda, es mucha energía desperdiciada en un relleno sanitario.
¡Nos estamos distrayendo e imposibilitando para definir realmente el problema de las basuras y, por ende, de encontrar soluciones verdaderas y definitivas!
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