Por: Carlos Guevara Mann
Los restos mortales de Isabel II serán instalados hoy en el palacio de Westminster, sede del parlamento del Reino Unido, de donde emana el gobierno británico. El simbolismo es imperdible y hace alusión a la monarquía como parte integral de la constitución y de la democracia en aquel país.
Este es un aspecto incomprendido de la forma gubernamental del Reino Unido, sobre todo en el extranjero, donde un público adicto a la superficialidad farandulera y a la chismografía de ricos y famosos no alcanza a comprender que la familia real no es el elenco de una telenovela melodramática o una teleserie retorcida (aunque algunos de sus integrantes así se comporten).
Son parte de la corona, un órgano del Estado y pieza funcional del sistema político, encabezada por el monarca.
En los países que han mantenido y modernizado la monarquía, el rey (o reina) ejerce la jefatura del Estado, una tarea representativa al más alto nivel. La manera como ha evolucionado el sistema permite que un gobierno democrático, producto de la voluntad popular, coexista con una monarquía limitada y representativa de la Nación: de su historia, sus tradiciones y su identidad.
Según Freedom House (2022), de los 5 países más democráticos del mundo, 4 son, en la actualidad, monarquías constitucionales: Noruega, Suecia, Nueva Zelanda y Canadá; las dos últimas tenían a Isabel II—y, hoy, a Carlos III—como jefe de Estado. Entre las primeras 10 democracias, según la misma fuente, 7 tienen un jefe de Estado hereditario.
El Reino Unido, donde reinaba Isabel II, es el vigésimo quinto país más democrático del mundo, por encima de Estados Unidos (#62), Panamá (#63) y Colombia (#97), en una lista de 210 países (https://freedomhouse.org/countries/freedom-world/scores?sort=desc&order=Total%20Score%20and%20Status).
La conclusión interesante a que lleva este análisis no es que la monarquía parlamentaria es preferible al presidencialismo republicano. Lo relevante es que, a partir de procesos históricos dignos de estudio—y contrario a lo que pudiese haberse vislumbrado hasta bien avanzado el siglo XIX—las monarquías tradicionales europeas evolucionaron lentamente hasta lograr índices democráticos que son ejemplo para el mundo.
En las monarquías constitucionales—a diferencia de los presidencialismos republicanos—la jefatura del Estado está separada del liderazgo del gobierno. Esta ha sido la clave, no solo de la supervivencia de la monarquía sino, además, de su papel central en la vida nacional.
Mientras que el primer ministro es el jefe del gobierno, producto del ejercicio electoral y, por ello, partícipe directo en el debate político cotidiano, el jefe de Estado, situado por encima de la refriega partidista, representa a la Nación alejado de pugnas, escándalos y diatribas. Puede así ejercer su jefatura con dignidad, decoro y decencia.
La calidad del desempeño del monarca en el cumplimiento de esta delicada función depende de las instituciones del país, pero, también, de la personalidad y formación de quien posee el cargo. Este aspecto distinguió a Isabel II, sustentó su autoridad y definió su prestigio.
La reina Isabel tenía una profunda conciencia histórica y un preciso y esmerado conocimiento de la constitución británica. Hizo de su acatamiento un apostolado, tarea harto difícil, pues el Reino Unido es—junto a Nueva Zelanda e Israel—uno de los pocos países que no tiene una ley fundamental compilada en un solo documento, sino dispersa entre varias instrumentos legales, sentencias y convenciones, además de la Carta Magna, aquel célebre contrato entre el rey y los nobles insurrectos, suscrito en 1215.
Se comenta que la famosa obra de Walter Bagehot, The English Constitution (1867) fue, para ella, una bitácora. El texto divide el sistema político inglés (“la constitución”, término que usa Bagehot) en dos grandes partes: el componente “digno” (la monarquía y la aristocracia) y la parte “eficiente” (el gabinete y la administración).
La parte “digna” lleva a cabo funciones simbólicas y representativas que dan vigencia a la historia, fortifican el ser nacional y apuntalan la identidad colectiva. Desde el inicio de su reinado, Isabel II se desempeñó irreprochablemente al frente de la parte “digna”, aportándoles lustre y respetabilidad a las ocasiones y circunstancias más significativas.
La difunta soberana supo conducirse adecuadamente, con un alto sentido de responsabilidad, tacto y neutralidad en el desenvolvimiento de sus tareas constitucionales; con lucimiento, solemnidad y circunspección en las grandes ocasiones de Estado; con cortesía, habilidad y perspicacia como primera diplomática del reino; y con prudencia, recato y sencillez en su vida personal.
A lo largo de su reinado, puso el poder blando que poseía, basado en su reputación y renombre, al servicio de la diplomacia y los objetivos de la política internacional de su país, siempre en seguimiento de las orientaciones de su gobierno.
En el desempeño de esa diplomacia vino a Panamá en 1953, donde generó mucha simpatía. Fue el primer Estado extranjero que visitó tras haber ascendido al trono y nunca olvidó su breve estadía en nuestro medio, como lo recordó uno de los anteriores embajadores británicos.
El lamentable deceso de quien por largos años fue monarca constitucional del Reino Unido—y 14 otros países—suscita estas reflexiones sobre el ejercicio del máximo cargo de la Nación, sobre todo, ante la falta de idoneidad de numerosos jefes de Estado cuya ineptitud, mediocridad y chabacanería, en algunos casos, o cuyo despotismo, excesos y sed de poder, en otros, avergüenzan a sus pueblos y menoscaban el prestigio internacional y las posibilidades de sus países.
La reina Isabel fue una mujer ejemplar. Su profundo sentido del deber, honorabilidad, cordialidad y vocación de servicio no tienen parangón entre los jefes de Estado.
Su habilidad para forjar buena voluntad entre pueblos y líderes, y su vida de entrega al servicio público es una importante lección para dirigentes políticos y estadistas. Creo, sin temor a equivocarme, que no veremos otro jefe de Estado, en todo el mundo, que logre superarla.
Columna originalmente publicada en La Prensa (Panamá), 14 de septiembre de 2022. El autor es politólogo e historiador; director de la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá; y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá.
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