Eusebio Leal, el imprescindible

Por: Gustavo Bell Lemus

Hay hombres que luchan un día y son buenos.
Hay otros que luchan un año y son mejores.
Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos.
Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles.

Bertolt Brecht


A veces la mejor forma de expresar una idea, un concepto, un sentimiento, y hasta una opinión, es recurrir a un buen poema. La poesía tiene esa virtud, la de captar el mundo de las esencias, las palabras del poeta las hacen imperecederas.

Fue justo el poema de Bertolt Brecht el que inmediatamente evoqué cuando supe del fallecimiento de Eusebio Leal Spengler la semana pasada en Cuba. Nada describe mejor su lucha de toda la vida por la dignidad de La Habana y su gente: él se hizo imprescindible para esa formidable tarea que cumplió a cabalidad hasta los últimos días de su existencia.


Eusebio Leal La Habana Cuba

La Habana, Cuba. Pixabay


Desde que a los pocos años del triunfo de la Revolución se unió muy joven a la Oficina del Historiador de la ciudad, en aquel momento dirigida por Emilio Roy de Leuchsenring, su obsesión fue, y siempre sería, la de preservar para la posteridad, y para orgullo de todos los cubanos, el legado de cinco siglos de historia de la villa de San Cristóbal de La Habana. Con ese objetivo en mente y corazón, su primer gran logro fue la declaratoria de patrimonio de la humanidad de su casco viejo que hizo la Unesco en 1982. Luego vendría lo arduo, la consecución de los recursos económicos necesarios para cumplir, más que las exigencias de ese organismo, el derecho de sus habitantes de sentirla y vivirla dignamente como propia. Los recursos humanos nunca serían el problema, siempre contó con los vecinos de barrio y una tropa de jóvenes de distintas disciplinas dispuestos a luchar a brazo torcido en esa empresa.

Conocí a don Eusebio en 1999 la primera vez que estuve en La Habana, en un viaje que mis hermanos y yo denominamos “en búsqueda de las raíces”, pues se trataba de acompañar a mi padre a volver a la ciudad que lo vio nacer, luego de sesenta y siete años de su partida hacia Colombia. Fue un viaje memorable, pues él revivió su infancia, y yo aprendí como nadie de La Habana: tuvimos como guía a don Eusebio. Imposible no dejar de seducirse por su erudición, por su elocuencia, y por la pasión con la que describía cada calle, cada edificio, cada monumento por el que pasábamos. Y lo hacía en medio del cariñoso saludo constante que le rendían todos aquellos con quienes nos atravesábamos en el camino.

El destino me tenía deparada la suerte de volver a encontrarme con don Eusebio doce años después, en marzo de 2011, cuando aterricé en la ciudad en calidad de embajador de Colombia. Luego de mi posesión formal, lo vi personalmente unas semanas más tarde en una ofrenda floral de la embajada de México en el Parque Central, ante la estatua de José Martí. En esa ocasión pronunció unas breves palabras sobre la solidaridad de los pueblos caribeños y latinoamericanos.

Al concluir el evento me acerqué a saludarlo, al principio no me reconoció, pero luego me dio un cálido abrazo; sin embargo, lo noté algo distante y muy serio. Sus palabras en el parque fueron escuchadas con mucho interés, no solo por los miembros del cuerpo diplomático, sino por la gente del común que al percatarse de su presencia inmediatamente se detenían a escucharlo. Tenía el don de la palabra, poseía una particular exquisitez en su oratoria que cautivaba la atención de aquel que lo escuchara. Su inagotable capacidad de trabajo por una ciudad para todos lo hacían un líder natural, dueño de un gran carisma que le generaban una espontánea admiración y un cariño sincero de parte del pueblo cubano.

Cuando partió le comenté a un funcionario del Instituto de la Amistad de los Pueblos que Eusebio Leal era un verdadero patrimonio de los latinoamericanos, me contestó que era quizás uno de los últimos grandes oradores vivos en Cuba. Le observé que lo había visto algo débil y agotado, y me dijo que la diabetes y, al parecer, un cáncer lo estaban minando. Seguramente así era, sin embargo, la febril actividad que desplegaba a diario hacía olvidar lo que padecía.

Sentía un gran cariño por Colombia, donde tenía numerosos amigos y discípulos, especialmente en Cartagena, ciudad por la que guardaba una especial gratitud por algo muy particular que había vivido a finales de julio de 1994, con ocasión de la creación de la Asociación de Estados del Caribe. Alguien me lo había comentado, pero yo siempre guardé el deseo de escucharlo de su propia voz. Y en efecto, así me lo contó en una visita que le hice a su despacho. Hacía un tiempo que había elaborado un borrador de decreto que reestructuraba la Oficina del Historiador, indispensable para cumplir con las exigencias de la Unesco, como para desarrollar sus ambiciosos proyectos de recuperación del centro histórico de La Habana. No obstante, las prioridades de Cuba eran otras, sobre todo cuando ya se vivía con todo rigor el denominado “período especial”, caracterizado por la aguda estrechez financiera del gobierno, razón por la cual el decreto amenazaba dormir el sueño de los justos.

Eusebio Leal hizo parte de la comitiva que acompañó a Fidel Castro a la cumbre que tuvo lugar en Cartagena. (En ese viaje se vio por primera vez lucir a Castro una guayabera blanca, que hoy se halla en el mueso de esa prenda en la ciudad de Santi Espíritu). Pues bien, tan pronto desembarcó en el corralito de piedra, Gabo le hizo un recorrido por la ciudad vieja al Comandante, junto con don Eusebio. La impresión no se hizo esperar, como de seguro la comparación con La Habana: “como sería si…” debió pensar Fidel Castro. Y así fue. “¡Óigame embajador, no había terminado el avión de decolar Cartagena, cuando Fidel me llamó a su silla y me firmó el anhelado decreto!” Había comprendido en toda su dimensión la importancia de recuperar el casco viejo, aun en tiempos difíciles. Lo que siguió fue, y es, histórico y épico, la reconstrucción cobró un nuevo impulso gracias al capital semilla que se le otorgó y a las nuevas facultades legales de la Oficina. Todos se dieron a la tarea de trabajar hombro a hombro con inusitado vigor, tanto en la recuperación arquitectónica de la ciudad, como la de su tejido social, esto es, sus costumbres, sus tradiciones, sus juegos, sus rituales, su sentido de pertenencia. La ciudad, no como un florero, sino como un organismo vivo, que le pertenece a sus propios habitantes. Ahí está, como referente obligado de cómo se recupera un patrimonio material e inmaterial de la humanidad.

Cada tanto me llamaba para que lo ayudara a conseguir algún libro, alguna madera especial que había visto en Mompós, o para alguna gestión consular de alguien que viajaba a Colombia. Asimismo, asistir a algún concierto de los tantos que organizaba en la Basílica Menor de San Francisco o en la Iglesia de Paula, era una experiencia enriquecedora tanto por la calidad del evento en sí, como por la erudita presentación que hacía. A veces, cuando lo escuchaba, pensaba que estaba leyendo un texto, pero no…tal era la magia de su verbo.

Cuando fui a comentarle sobre la idea de colocar una escultura de Gabo en La Habana Vieja se entusiasmó de inmediato, me puso en contacto con uno de los mejores artistas de Cuba, José Villa Soberón, varias de cuyas esculturas engalanan la ciudad. Estuvo muy pendiente del avance de la obra y de definir la fecha de su develación. Escogió un sitio especial para su colocación: la Casa de la Poesía. Allí se encuentra nuestro Nobel, para orgullo de todos los colombianos. El día del evento lo vi bastante agotado, sin embargo no ahorró palabras de gratitud con el país, relató algunas anécdotas de Gabo, y el porqué de la escogencia de ese sitio. Cuando me acerqué a darle las gracias, le alcancé a escuchar decirme que estaba “en el ocaso de la vida…” Esas palabras me conmovieron.

Compartí mi inquietud con la canciller María Ángela Holguín, quien, a manera de gratitud por todos sus aportes al país, como quiera que dictó cátedras y conferencias en la Universidad Nacional, en la Javeriana, en la Academia Superior de Artes de Bogotá, en el Convenio Andrés Bello, en la Academia de Historia de Cartagena, entre otros, decidió conferirle la Orden de San Carlos en el grado de Gran Oficial. Condecoración que se le sumó a una otorgada años atrás por el Ministerio de Cultura.

La ceremonia de entrega de la Orden tuvo lugar el 14 de marzo de 2017, fue un acto sencillo con la presencia del cuerpo diplomático en el Palacio de los Capitanes Generales en la plaza de armas de La Habana. Para mí fue un acto cargado de mucho simbolismo, de mucha gratitud a quien representaba lo mejor de la isla, y de quien tanto aprendí. Fue mi despedida de Cuba, culminaba mi labor como embajador. Al día siguiente regresé a Barranquilla.

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Tuve la fortuna de volver a ver a don Eusebio cinco meses después, en agosto de 2017, en Cartagena, con ocasión de la entrega de las llaves de la ciudad por gestión de la embajadora Araceli Morales. Esa noche dictó una magistral conferencia en el Teatro Adolfo Mejía a los cartageneros sobre el proceso de recuperación de La Habana, todos los asistentes tomaron atenta nota de sus palabras y planteamientos. Recuerdo que me pidió le consiguiera la biografía de Bolívar de Indalecio Liévano Aguirre, así lo hice y le encimé de Roberto Burgos Cantor, “El médico del emperador y su hermano”, una hermosa novela de nuestro gran escritor caribeño, que le rinde un tributo a la ciudad de Cienfuegos.

A todo señor todo honor. Eusebio Leal Spengler fue un gran hombre, un extraordinario ser humano, un cubano a carta cabal, un imprescindible a la hora de hablar de La Habana, un paradigma de entrega por una causa noble, un ejemplo de que la cultura sí importa: un patrimonio del Caribe e Hispanoamérica.

Por él, las sábanas blancas al balcón. Fue un privilegio haberlo conocido.


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