Por: Gustavo Bell Lemus.
Al referirse a Cien años de soledad, en más de una ocasión Gabriel García Márquez afirmó que su célebre novela era tan solo un vallenato de más de trescientas páginas, queriendo rendir un tributo de gratitud a los cantos originarios del Caribe colombiano, de los que dijo habían sido su principal fuente de inspiración al escribir.
La aseveración de Gabo podría tomarse, en principio, como un gesto de agradecimiento hacia esa música que —según sus propias palabras— le “abrió los ojos” en la forma de relatar un hecho, una historia. Igualmente, podría tenerse como un homenaje a varios de sus más conocidos compositores e intérpretes —a Rafael Escalona, por ejemplo, el más cercano a sus afectos— por los gratos momentos y prolongadas parrandas que debió compartir con ellos al ritmo y goce de sus canciones.
En otro contexto, sin embargo, podría tomarse, en el conjunto de la nación colombiana, como una reivindicación de la cultura y del mundo de la región Caribe, subvalorada y no pocas veces menospreciada, desde los comienzos mismos de la república, por los cánones dictados por la élite bogotana, que para los años sesenta del siglo XX (década de publicación de la novela) aún le daba más relevancia a todo aquello que tuviera que ver con los Andes, particularmente con la sabana de Bogotá.
Si el vallenato —junto con el porro y la cumbia— es una de las principales manifestaciones de la cultura caribeña, calificar de vallenato a Cien años de soledad, como lo hizo García Márquez, es de alguna manera exaltar aquella región como parte esencial y no marginal de la identidad colombiana.
Las regiones desde “la capital remota y sombría”[1]
Los orígenes de esa visión desdeñosa de la región Caribe que se tenía desde el centro andino se remontan a los inicios mismos de la nación colombiana, determinada preeminentemente por su singular geografía.
Tan temprano como en 1825, en los albores de la república, Carl August Gosselman, un teniente de la monarquía sueca, se dio a la aventura de recorrer la vastedad de nuestra geografía con los ojos bien abiertos y el asombro a flor de piel. Era uno de los primeros europeos provenientes de un reino situado más allá de los Pirineos que pisaba suelo colombiano. En una larga travesía que le tomó varias semanas, remontó el río Magdalena, recorrió valles y montañas, llegó a la sabana de Bogotá, trató a sus gentes, conoció sus costumbres y actitudes, y luego se embarcó nuevamente de regreso a su remota patria, donde escribió un hermoso testimonio de su viaje por Colombia.
Al final de su relato, Gosselman anotó que, si su permanencia en Colombia se hubiera limitado tan solo a las ciudades costeras de Cartagena y Santa Marta, se habría formado una opinión torcida e injusta sobre el país y sus habitantes, “[…] porque no creo que exista un lugar más diferente entre sus provincias cordilleranas y las costeñas, en toda esta zona”[2].
Siglo y medio más tarde, el escritor y periodista inglés Christopher Isherwood realizó la misma jornada desde Barranquilla hacia Bogotá, para luego seguir a Ecuador y el sur del continente. Al llegar a la sabana de Bogotá le impresionó mucho la belleza de su paisaje, en contraste con el del país que hasta entonces había conocido a bordo del vapor en que remontó el Magdalena. En su diario de viaje anotó: “Es de hecho, todo un pequeño país completo, que habría podido ser trasplantado aquí, tal y cual desde la zona templada. Si uno se quedara aquí por un buen tiempo, probablemente la costa tropical de Colombia empezaría a parecer tan remota como el Polo Norte”[3].
La similitud de estas visiones de Colombia registradas por dos extranjeros no era fortuita: el contraste entre el país del litoral Caribe y el valle del Magdalena Medio con el país andino, representado por la sabana de Bogotá, era tan marcado que difícilmente podía escapar a la atención de cualquier viajero, por desprevenido que fuera. Por ello, Colombia fue (y es) definida con justicia como un país de regiones, determinadas estas por su peculiar geografía que combina mares, ríos, cordilleras, páramos, valles, llanuras y selvas. Empero, ese complejo territorio, que desde el punto de vista de la naturaleza y para los ojos extranjeros era muy particular, constituyó desde siempre un formidable obstáculo para articular un sólido sentido de nación entre su pueblo, y, más complicado aún, para construir un Estado moderno.
En efecto, hasta la creación y regularización de la aviación comercial, viajar de una región a otra era una empresa tan costosa como dispendiosa, que implicaba en muchas ocasiones verdaderos riesgos para la vida misma del viajero. Esta circunstancia, que imperó por más de un siglo, moldeó a Colombia como un país mediterráneo. Y a la gran mayoría de sus habitantes como un pueblo montañés, en la medida en que los grandes asentamientos humanos se ubicaron en las faldas de las tres cordilleras que recorren su territorio de sur a norte.
Si a esa insularidad y aislamiento de las regiones que conformaban ese país en construcción le sumamos el hecho de que ninguna de ellas nunca recibió una corriente significativa de inmigrantes extranjeros, tendremos, por un lado, una población que tuvo que desarrollarse casi exclusivamente a partir de sí misma; y, por otro, unas regiones con características sociales y culturales muy autóctonas y diferenciadas entre sí. En ese singular panorama sociológico, sin embargo, Bogotá, como capital política y administrativa del país, fue la ciudad desde la cual se ejerció a lo largo de más de siglo y medio una hegemonía en cuanto al contenido de los valores y manifestaciones que debían tenerse como cultos. En efecto, alejada, como la más, de las costas, y encumbrada a 2.640 metros sobre el nivel del mar, Bogotá habría de desarrollar a su vez una noción de cultura, con un fuerte y dominante sustrato hispánico, asociada al cultivo de las letras, la filología, la lingüística y la retórica. En ese entorno, la literatura que se escribía en esa capital andina no pasaba de ser meramente ornamental, provinciana, de viñeta, que desconocía o, más bien, ignoraba el ancho país que se extendía allende los límites de la sabana[4].
La contrapartida de esa concepción de la cultura, centrada en las altas artes y en las letras, que se profesaba en las élites de Bogotá y se irrigaba al resto del país, era la estigmatización —como primitivo, vulgar o bárbaro—, de todo cuanto se le opusiera. Así fueron caracterizadas muchas de las manifestaciones de las regiones y pueblos que se extendían más allá de la planicie de Bogotá, al igual que los usos y costumbres de las clases sociales bajas conformadas por una población fruto de tres siglos de intenso mestizaje.
La tarea de imponer la cultura de las minorías ilustradas de Bogotá al conjunto de la sociedad colombiana, a fines del siglo XIX, se vio reforzada a partir de 1886 con la centralización política del país, y con el papel asignado a la Iglesia católica en la dirección general de la educación. Muchas manifestaciones y tradiciones de las regiones, en especial aquellas con una significativa población de origen africano, no solo se siguieron estigmatizando, sino que ahora pasaron a ser censuradas como pecaminosas y, por ello, contrarias a la moral cristiana.
Las regiones alzan la voz
A ese deseo de extender al país una concepción letrada de la cultura, se opuso, sin embargo, una actitud que ya tenía varios siglos de práctica colectiva frente a los designios del Estado, y que se resumía con la célebre fórmula: “Se obedece pero no se cumple”. Y eso fue más cierto en cuanto a las manifestaciones culturales espontáneas de las diversas regiones de Colombia.
Efectivamente, aunque varios rasgos de esa cultura promovida desde el centro hacia las demás regiones fueron asimilados por el conjunto de la nación, en cada una de las regiones se siguieron desarrollando sus propias expresiones culturales, se trataran ellas de la música y la danza, en particular, o de otras actividades lúdicas, a través de múltiples fiestas populares. El discurso de la cultura docta no alcanzaba a callar el murmullo de las culturas autóctonas que se emitía en las diferentes regiones de Colombia.
Con todo, aún bien entrado el siglo XX el país seguía bastante aislado del mundo, y sus regiones permanecían muy retraídas entre sí. Bogotá, como capital y centro educativo, era el único espacio donde se daban cita y tenían contacto algunas manifestaciones culturales de los habitantes de las provincias, pero limitadas por supuesto a círculos muy estrechos. No existía un diálogo cultural entre las regiones; sus actividades creativas, caracterizadas por su elementalidad, seguían confinadas a sus límites territoriales. La vida colombiana, como lo dijera el lúcido ensayista bogotano Hernando Téllez, seguía siendo “cándidamente provinciana”. De ahí que los géneros literarios por excelencia, por medio de los cuales se expresaba la cultura en las regiones, fueran la novela costumbrista y la poesía lírica de limitada circulación.
En Bogotá, por su parte, se continuaba cultivando el aprecio por las letras, así el porcentaje de alfabetización entre la población fuera realmente bajo. Durante la década de los treinta y hasta mediados de los cuarenta del siglo XX, por ejemplo, se impulsó desde el Gobierno central la creación de un sistema nacional de bibliotecas públicas articuladas a la Biblioteca Nacional. Los avatares de la política nacional impidieron que se consolidara el sistema, pero demostraron que el aprecio por la lectura seguía intacto en el corazón y en la mente de los gobernantes.
Mientras, el secular aislamiento internacional en que había vivido el país empezaba a darle paso a un mayor contacto con el mundo exterior. Este hecho estuvo muy ligado al acelerado proceso de modernización económica que comenzó a experimentar Colombia desde mediados de los años veinte del siglo XX. La utilización masiva de los nuevos medios de comunicación, en particular la radio, puso en contacto a las diferentes regiones entre sí, a la vez que al Gobierno central le sirvió como instrumento de difusión de lo que consideraba debían ser los principios a fortalecer en una cultura nacional identificada con los valores de la región central andina.
Esta mayor apertura de Colombia hacia el mundo tuvo muchas implicaciones en el devenir de la vida nacional y, muy en particular, en los ámbitos de la cultura. Varias voces provenientes de diferentes sectores empezaron a cuestionar la vigencia y valor de aquella cultura letrada, que se pregonaba desde la capital como el paradigma a seguir por el resto del país. En el campo de la literatura surgieron movimientos que rechazaban los cánones que hasta entonces habían regido en la narrativa y en la poesía, y luego se extendió a otras manifestaciones de la vida pública. Lo que se quería, en últimas, era eliminar la cultura decimonónica que aún se respiraba en todo el país, propia de la que el crítico Baldomero Sanín Cano denominó como “república fósil”.[5]
Esta agitación de ideas y cuestionamientos tuvo por primera vez órganos propios de difusión que le dieron cabida a aquellas voces que, desde las regiones, querían hacerse oír. Se presenciaba por primera vez un diálogo entre las regiones, si bien tan solo estuviera circunscrito a un estrecho círculo de pensadores ilustrados y referido a temas literarios.
Entre tanto, la modernización del país con toda su carga de novedades se abría paso por ciudades y regiones. De estas, la Caribe, por razones geográficas, fue la que más estuvo expuesta a los nuevos vientos provenientes del mundo exterior; además de que Barranquilla, su principal ciudad y primer puerto marítimo nacional, durante las primeras décadas del siglo XX, recibió un contingente de extranjeros que, aunque reducido, tuvo una gran incidencia en la vida cultural de la ciudad y en su zona de influencia.
De las diferentes expresiones culturales de la región Caribe, la música fue la que más transformaciones experimentó, gracias a ese contacto con el mundo exterior. La llegada de nuevos instrumentos, la difusión de la música del Caribe insular a través de las emisoras, la contratación de orquestas extranjeras, en especial cubanas, para animar tanto fiestas de salón como bailes populares, entre otros factores, fueron enriqueciendo los ritmos autóctonos de la región, que empezaron a florecer y a ganar una audiencia cada vez mayor. Originarios de diferentes subregiones del Caribe colombiano, la cumbia, el porro y el vallenato fueron conquistando a las otras regiones del país, y asumidos como parte esencial de una identidad nacional en plena reconstrucción.
No obstante, los nuevos aires musicales de la Costa Caribe no siempre fueron bien recibidos en la región Andina, en especial en algunos círculos de Bogotá y Medellín, donde los descalificaron por considerarlos lascivos y contrarios al buen gusto. A fines de 1947, las páginas de la revista Semana,que se publicaba en la capital, fueron el escenario de una agria polémica suscitada por una carta originada desde Medellín, que le negaba al porro su naturaleza musical y lo calificaba como una expresión del “salvajismo y brutalidad de los caribes, pueblos salvajes y estancados”.
La respuesta no se hizo esperar: de varias ciudades de la región Caribe se suscribieron numerosas cartas en defensa del porro, al que se tenía como un “exponente fiel de la alegría de los que poblamos esta tierra”. Ante el escalamiento de la discusión, la revista decidió darle punto final afirmando que estaba de acuerdo con el concepto de otro corresponsal de Medellín para quien: “Los porros sí son una manifestación de cultura. De la cultura que tienen los costeños […] Y no soy muy explícito para no faltar a la moral”[6]. Estos juicios hicieron que la controversia trascendiera la pura discusión musical, para plantear un problema más de fondo sobre la estructura de la sociedad colombiana y su identidad cultural.
En efecto, en tanto que la Caribe era una región con una población en su gran mayoría mestiza, con un alto componente de origen africano, y su música una expresión de su folclor, el desprecio por ella implicaba una negación del valor cultural no solo de una región importante del país, sino también de aquellas otras que tuvieran una composición racial similar. Defender, por tanto, el valor de la música costeña como expresión de la cultura de una región era plantear, en un contexto más amplio, el hecho de que Colombia era un país pluriétnico y multicultural, y como tal debía reconocerse.
Detrás de la música de la región Caribe vinieron otras manifestaciones artísticas e intelectuales que enriquecieron la vida cultural del país, el cual empezó a comprender que tenía muchas voces y expresiones, como pueblos y regiones su geografía física y humana. Colombia comenzó entonces a mirarse en su diversidad regional y cultural, y esto implicó el reconocimiento de la importancia de diferentes comunidades raciales hasta entonces marginadas, cuando no ignoradas, como parte esencial de la nación.
Más allá del debate sobre el valor de algunas expresiones culturales, lo que aparecía claro era el dinamismo de las regiones del país diferentes a la central andina. Medio siglo de régimen político centralizado no había logrado debilitarlas, aunque Bogotá siguiera ejerciendo un indiscutido liderazgo en todos los aspectos del desarrollo económico. Aquel dinamismo se revelaba tanto a nivel demográfico como económico, pero también cultural: músicos, pintores, escritores, poetas y artistas oriundos de los pueblos y ciudades diseminados por toda la vasta geografía nacional comenzaron a mostrar, sin rubor, sus obras y a organizar escenarios propios para su divulgación.
El Caribe sí tuvo quien le escribiera
Es en ese panorama de mediados del siglo XX cuando García Márquez dio a conocer sus primeros cuentos en la prensa bogotana, en particular en El Espectador, y su primera novela, La hojarasca, publicada igualmente por una editorial de la capital andina en 1955. El ámbito geográfico, humano y cultural de la ignota región Caribe profunda empezó así a desplegarse ante los sorprendidos lectores del país. Con cada nuevo cuento y novela salidos de la pluma del escritor de Aracataca, formado en la lides del periodismo en Cartagena y Barranquilla, los colombianos fueron descubriendo no solo una parte muy importante de su territorio, sino además una dimensión hasta entonces inédita de su historia política y social: aquella que tenía como escenario la región norte del antiguo virreinato de la Nueva Granada.
Como periodista de base de El Espectador, García Márquez ampliaría el conocimiento de ese universo del Caribe colombiano a través de sus crónicas y reportajes, y sus notas periodísticas. Temas cuyo tratamiento y conocimiento antes quedaban confinados a los lectores de las principales ciudades del Caribe colombiano, ahora pasaron a ser leídos no solo en la capital, sino también en el resto del país, dada la cobertura nacional de aquel diario; algunos de esos temas, por lo demás, reaparecerían en el mundo de Cien años de soledad.
Como lo anotó el investigador francés Jacques Gilard en el prólogo a la recopilación de su obra periodística titulada Entre cachacos, aunque es cierto que en muchas de sus notas periodísticas —especialmente aquellas referidas a Barranquilla y Cartagena—, García Márquez pecaba de lo que el galo denominó “chovinismo localista”, no hay duda de que debieron atraer la atención de los lectores del centro andino.[7] Empero, otra cosa fueron los reportajes que tenían como escenario, ya no aquellas dos ciudades portuarias, sino muchos de los pueblos desperdigados por la variada geografía del Caribe colombiano, que salieron del ostracismo en el que se hallaban desde tiempos inmemoriales por el conjuro de su pluma. Igual podría decirse de otras regiones del país, como el Pacífico colombiano, en la serie de reportajes cuyo título hablaba por sí solo: El Chocó que Colombia desconoce.[8]
No obstante esa labor periodística de develarles a los colombianos nuevas facetas de la región Caribe, fue en los cuentos donde García Márquez le dio una identidad más explícita a su geografía humana, convocando a muchas de sus cofradías como protagonistas de sus relatos.
Así, puede leerse en Los funerales de la Mamá Grande, publicada en 1962, la enumeración de aquellos grupos humanos que asistieron al sepelio de quien fuera la soberana absoluta del reino de Macondo: “los gaiteros de San Jacinto, los contrabandistas de la Guajira, los arroceros del Sinú, las prostitutas de Guacamayal, los hechiceros de la Sierpe y los bananeros de Aracataca”, que completa más adelante con “las lavanderas del San Jorge, los pescadores de perla del cabo de la Vela, los atarrayeros de Ciénaga, los camaroneros de Tasajera, los brujos de La Mojana, los salineros de Manaure, los acordeoneros de Valledupar, los chalanes de Ayapel, los papayeros de San Pelayo, los mamadores de gallo de La Cueva, los improvisadores de las sabanas de Bolívar, los camajanes de Rebolo, los bogas del Magdalena, los tinterillos de Mompox”. Todos ellos parte de aquella geografía humana que permanecía hasta entonces inexistente en la mente de la mayoría de los colombianos, incluyendo la de muchos costeños.
Ya para entonces, la figura de García Márquez gozaba de un sólido reconocimiento en los más exigentes círculos literarios de Bogotá, como quiera que había publicado El coronel no tiene quien le escriba (1961) y recibido el Premio Literario Esso con La mala hora (1962)[9]. El mundo de Macondo, síntesis de los pueblos de la región Caribe, se hallaba nítidamente instalado en el imaginario de la creciente legión de sus lectores en todo el país, mientras que algunos críticos, como Hernando Téllez, Eduardo Zalamea Borda, o Ernesto Volkening, entre otros, empezaban a aguardar expectantes su próxima novela con la certeza de que sería un gran reto para quien había demostrado, con creces, tener el talento y la disciplina de un gran escritor.
Al tiempo que García Márquez se consolidaba en el ámbito de la literatura como uno de los escritores de mayor proyección nacional, por su narrativa inspirada en el Caribe colombiano, en los ámbitos de la música y la plástica igual lo hacían pintores y compositores costeños, como Alejandro Obregón y Enrique Grau, y Lucho Bermúdez y Pacho Galán, respectivamente. Sin duda, el panorama cultural de Colombia estaba cambiando. Atrás iban quedando los tiempos de la hegemonía de los cánones impuestos por las élites del centro andino, para darle paso a una verdadera polifonía en cuya puesta en escena las voces de la región Caribe sobresalían por su vigor y rigor estéticos.
La publicación de Cien años de soledad, a fines de mayo de 1967, vino entonces a coronar no solo la carrera literaria de Gabriel García Márquez, sino, con él, la presencia de las regiones, diferentes a la capital andina, en la construcción de la identidad cultural de Colombia.
A partir de la rápida y universal aclamación que tuvo la novela, no hay duda de que Colombia empezó a tener una visión más integral de su historia; a comprender mejor la complejidad de su trama; a verse en un espejo que reflejaba una visión que iba más allá de la que se tenía en la capital andina. Obligó incluso a la prensa a volcarse sobre territorios y regiones desconocidos por la mayoría de los colombianos. Expresiones folclóricas antes desdeñadas comenzaron a verse y valorarse como componentes de un rico tapiz: el de la variada cultura colombiana.
En el caso de la región Caribe, saber que con Cien años de soledad García Márquez se consagraba unánimemente como el más respetado y aplaudido escritor del país, elevó la autoestima de su gente y el orgullo de su cultura.
Si alguna vez alguien, desde la capital remota y sombría, vio a la región Caribe tan distante como el Polo Norte, de seguro después de Cien años de soledad había de comprender que, tanto aquella como esta, forman parte indisoluble del gran reino de Macondo.
[1] Así calificó García Márquez a Bogotá en Los funerales de la Mamá Grande.
[2] Carl August Gosselman, Viaje por Colombia 1825 y 1826, (título original: “Resa i Colombia, Aren 1825 och 1826” Stockholm: Tryct hos Johan Hörberg, 1830), Bogotá, 1981, p. 373.
[3] Christopher Isherwood, El cóndor y las vacas, Bogotá, 1994, p.70.
[4] Así la calificó Rafael Gutiérrez Girardot en “La literatura colombiana en el siglo XX”, en el Manual de Historia de Colombia, Bogotá, 1978-1980, 3 tomos, III, pp. 445-536
[5] Baldomero Sanín Cano, “Una república fósil”, Escritos, Bogotá, 1977, pp. 635-642.
[6] Véase, de Eduardo Posada Carbó, “El regionalismo político en la Costa Caribe de Colombia”, en la revista Aguaita n.° 1, Cartagena, marzo 1999, pp. 9-23.
[7] Gabriel García Márquez, Entre cachacos – Obra periodística, 4 Vols., Bogotá, 1983, III, p. 14
[8] Ibídem, pp. 239-262.
[9] Es interesante anotar que los otros dos finalistas de ese premio, Héctor Rojas Herazo y Manuel Zapata Olivella, eran también oriundos de la región Caribe de Colombia. Ese mismo año (1962) se publicó la primera edición de La casa grande, de Álvaro Cepeda Samudio, de Barranquilla, que puso de presente el vigor que tenían los autores de aquella región del país.
Gustavo Bell Lemus, político e historiador colombiano, fue gobernador del departamento del Atlántico en la región Caribe en el período 1992-1994, y luego vicepresidente entre 1998-2002 en el gobierno de Andrés Pastrana Arango, en el que se desempeñó como ministro de defensa en su último año de mandato. Director del diario El Heraldo de Barranquilla entre 2005 y 2010. Embajador de Colombia en Cuba entre 2011 y 2017 en el gobierno de Juan Manuel Santos. En 2018 fue jefe de la delegación del gobierno en las negociaciones de paz con el Ejército de Liberación Nacional, ELN.
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