Por: Carlos Guevara Mann
El 25 de mayo de 1787 se instaló en Filadelfia una convención constitucional. La convocatoria reunió a 55 delegados en representación de la entonces débil confederación de excolonias británicas sobre el litoral atlántico de Norteamérica, formada en 1781, poco antes de la terminación de la guerra de independencia.
Fue ese un arreglo muy endeble, cuyo único órgano central era un congreso unicameral. No había ejecutivo, judicatura ni ejército nacional y la confederación no podía recaudar impuestos directamente.
Este esquema obstaculizó el desarrollo del país en sus primeros años y puso en entredicho la viabilidad de Estados Unidos. En respuesta a sus evidentes insuficiencias, el congreso nacional dispuso la convocatoria de una convención para adecuar dicho ordenamiento a las necesidades del país.
La intención inicial no era descartarlo, pero a esa decisión pronto llegaron los delegados. Reemplazaron los Artículos de la Confederación por la constitución convenida en septiembre de 1787, la cual, 235 años más tarde, sigue rigiendo la vida política en Estados Unidos.
No fue fácil producir los acuerdos necesarios para obtener una nueva carta política. Había quienes aspiraban a fortalecer la autoridad y el desempeño del gobierno central—ahora denominado “federal”—pero temían que se le asignase demasiado poder. Deseaban preservar la autonomía de los estados de la Unión, aunque no en una medida que les permitiese operar con absoluta independencia del gobierno central o impidiese una colaboración entre los entes subnacionales.
La protección de los derechos individuales frente a posibles abusos del gobierno era un objetivo generalizado. Como lo explica el texto que usamos en las clases de política estadounidense (American Government 3e), los delegados deseaban instaurar una sociedad en la que las preocupaciones por la legalidad y el orden no truncaran el ámbito de la libertad individual.
Querían reconocer los derechos políticos de todos los hombres libres—categoría que no incluía a mujeres, afrodescendientes e indígenas—pero, al mismo tiempo, temían que una libertad irrestricta produjera una oclocracia (gobierno de la turbamulta), el gran temor de los padres fundadores.
Los delegados de estados pequeños no deseaban que su identidad e intereses fueran pisoteados por estados más grandes, como Nueva York o Virginia. Y todos, independientemente de dónde proviniesen, tenían algo que decir acerca de la esclavitud.
A los diputados del sur les preocupaba que los delegados de los estados opuestos a esta abominable institución intentaran prohibirla en todo el territorio de la Unión. A su vez, quienes se oponían a la esclavitud temían que los sureños intentaran constitucionalizar esa práctica execrable.
Al final, para evitar la desunión, la carta política no proscribió la esclavitud; peor aún, permitió la continuación del tráfico de esclavos hasta 1808. Esa fue la gran mancha sobre la labor constitucionalista de la convención de Filadelfia.
El rasgo más sobresaliente de la constitución de siete artículos, finalmente acordada en septiembre de 1787, es la creación de un gobierno republicano, con sus dos niveles de separación de poderes y su admirable engranaje de frenos y contrapesos, todo dirigido a preservar la libertad e impedir la tiranía, ya fuese de un solo sujeto o de la muchedumbre.
En el plano federal, la constitución de 1787 reparte el poder entre tres órganos: legislativo, ejecutivo y judicial. Un sofisticado mecanismo impide que las funciones repartidas sean ejercidas unilateralmente por los órganos de poder.
Una segunda repartición de funciones, entre el gobierno federal y los gobiernos estatales, previene el acaparamiento de poder por las estructuras de gobierno federal. Si bien la idea de la separación de poderes es de antigua data—se remonta hasta la república romana—el elaborado sistema de controles entre las distintas ramas fue un aporte extraordinario de los constituyentes de Filadelfia, quienes crearon una arquitectura constitucional sin precedentes, la cual constituye, junto con la Declaración de Independencia (1776), uno de los más grandes aportes de Estados Unidos a la civilización occidental.
Desde sus orígenes, la constitución concebida en Filadelfia ha servido de paradigma. A medida que iban desprendiéndose de la dominación española, los territorios americanos buscaron en el constitucionalismo estadounidense—en mayor o menor medida—modelos para dar forma a las nuevas comunidades políticas.
El esquema federal fue atractivo para muchos, pero nunca ha tenido en la América meridional el mismo éxito que en la América del norte. El Libertador Simón Bolívar, con la agudeza que lo caracterizaba, lo atribuyó a la precaria cultura y la falta de formación política.
“Nuestra Constitución Moral no tenía todavía la consistencia necesaria para recibir el beneficio de un Gobierno completamente Representativo”, dijo en el discurso de Angostura (1819).
A ello atribuyó el fracaso de la carta venezolana de 1811, la primera constitución de Iberoamérica, que se inspiró en la ley fundamental estadounidense y adoptó el formato federal. Según Bolívar, “seducidos por el deslumbrante brillo de la felicidad del Pueblo Americano”, los constituyentes venezolanos pensaron “que las bendiciones de que goza son debidas exclusivamente a la forma de Gobierno y no al carácter y costumbres de los Ciudadanos.”
Bolívar, como se sabe, era firme partidario del gobierno republicano. Pero su preferencia era por un sistema unitario, con un ejecutivo fuerte, inspirado en el gobierno británico, como lo señaló en Angostura.
Las discrepancias entre unitarios y federalistas caracterizaron la historia política de América Latina durante el siglo XIX. Al final, la tendencia unitaria se impuso en la mayoría de ellos, incluyendo a Panamá, donde hasta la poca autonomía municipal que contempló nuestro constitucionalismo, como un modesto contrapeso a la preponderancia del ejecutivo, se perdió durante la dictadura militar.
La mal llamada “descentralización” que se adoptó en años recientes ha significado la redistribución de la corrupción y la arbitrariedad, que ahora prevalecen con descaro en todos los municipios del país. Muy lejos está semejante aberración del sistema de equilibrios y frenos al ejercicio del poder instaurado en Filadelfia en 1787.
Columna originalmente publicada en La Prensa (Panamá), el 25 de mayo de 2022. El autor es politólogo e historiador; director de la maestría en Asuntos Internacionales en Florida State University, Panamá; y presidente de la Sociedad Bolivariana de Panamá.
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