Cuentan los autores griegos y romanos que los dioses bebían néctar; parece que no debemos confundir ese néctar con el que alimenta a los colibríes o liban las abejas, sino que se trataría de vino, de un tipo de vino, escanciado en las copas de los moradores del Olimpo por coperos (hoy diríamos sumilleres) como el bello Ganimedes.
En todo caso, en nuestros días, cuando queremos alabar un vino decimos que “es néctar de dioses”. También hablamos de “vino digno de un rey”. Entonces, ¿por qué no digno de un papa? No usamos esa comparación; nos quedamos en el escalón inmediatamente inferior y de algo exquisito decimos que es “boccato di cardinale”.
“Boccato di cardinale”: magnífico ejemplo de lo que yo llamo “itañol”, porque la expresión no existe en italiano, lengua en la que bocado no es “boccato”, sino “boccone”. Pero se lo adjudicamos a los cardenales; Julio Camba, en los años 30, decía en “La Casa de Lúculo” que no se hablaba de “bocado de papa” porque al solio pontificio solían llegar personas de edad, para las que lo más adecuado era eso de “sopitas y buen vino”.
Buen vino, entonces. ¿Qué vinos son papales? Para empezar, los que se producen en territorio pontificio, es decir, en los Castelli Romani, grupo de municipios próximos a Roma, entre los que se hallan Castel Gandolfo, en el que los papas tienen su residencia veraniega, y otros que suenan por sus vinos, como Albano o Frascati. Vinos blancos, elaborados con varias uvas, especialmente de la variedad malvasía, de alguna de las malvasías mediterráneas.
Pero hay otro vino que asociamos al Papado: el Châteauneuf du Pape, del valle del Ródano, al sur de Francia. Un vino con historia, que se remonta a los tiempos (siglo XIV) del llamado “cisma de Occidente”, cuando, a consecuencia de la situación en Roma y problemas con los reyes de Francia, la sede pontificia se trasladó a Aviñón, en las riberas del Ródano, que entonces no pertenecía a la corona francesa sino a la de Sicilia.
Bien, uno de los papas de Aviñón fue el entonces arzobispo de Burdeos, Bertrand de Goth, conocido como Clemente V. Tenía viñedos en Burdeos, cuyos vinos eran muy de su agrado. De hecho, todavía hoy hay un “grand cru”, justamente llamado Château Pape Clément, en el municipio de Pessac, elaborado con uvas de un pago que perteneció a nuestro personaje.
Uno de sus sucesores, Clemente VI, inició la construcción de un nuevo palacio o castillo papal, el “castillo nuevo del papa”, Château Neuf du Pape. Fue terminado por Juan XXII, papa que aparece en “El nombre de la Rosa”, de Umberto Eco.
Finalmente, y después de provocar la eliminación de la orden templaria, entre otras cosas, el papado regresó a Roma, aunque a los cardenales les costó aceptar el regreso. Petrarca, que vivió su idilio con madonna Laura en Aviñón, explicaba al papa Urbano V, por carta, que los cardenales sabían que “en Roma, los vinos de Provenza son más escasos que el agua bendita”.
Vinos de Provenza, vinos del Ródano. A diferencia de los Hermitage o Côtes Rôties, que se elaboran con las variedades tintas Syrah (o Shiraz) y Grénache (Garnacha), los tintos del Châteauneuf du Pape pueden ser resultado de la combinación de hasta trece variedades, entre blancas y tintas; de todos modos, hoy se tiende a que la Syrah y la Garnacha sean abrumadoramente mayoritarias.
Así que tenemos vinos de dominios papales, actuales y del pasado. Pero yo creo que, al final, el actual papa, Francisco, se mantendrá fiel, si su austeridad se lo permite, a los excelentes vinos de Malbec mendocinos, los vinos más representativos del viñedo argentino. Y es que la tierra, el vino de la tierra, tira muchísimo aunque se esté en el Vaticano. (Caius Apicius, EFE)
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