Por: Pascual Gaviria Uribe.
La palabra estuvo en boga durante casi toda la década del ochenta. Desde las palomas de Belisario y la “zona de concentración” en La Uribe, donde comenzaban a encontrarse los ofrecimientos del Estado y los monólogos de la guerrilla.
Al final de la década la palabreja dejó algunas firmas sobre los acuerdos y terminó inspirando un movimiento que pretendía dejar atrás el Frente Nacional. Luego de las papeletas del 11 de marzo de 1990 se comenzó a hablar de “una Constitución para la paz”, y el día de la elección de los constituyentes, el 9 de diciembre del mismo año, se bombardeó Casa Verde como notificación de guerra a unas Farc a las que se demostró les faltaba fuego militar y fogueo político.
La palabra siguió sonando en medio de la Asamblea Nacional Constituyente y acabó escrita en el preámbulo, en un artículo entre los derechos fundamentales y en otro más como deber constitucional. Es seguro que para los constituyentes de la época era más una especie de constancia, una necesidad simbólica en medio de la guerra más cruenta contra el narcotráfico y la esperanza más palpable frente a la violencia de la izquierda armada. Nadie podía oponerse a una palabra tan manoseada, tan deseada, tan ubicua, tan esquiva.
Pero las constituciones no soportan la simple retórica sin consecuencias, le otorgan un poder especial a las palabras, riesgoso muchas veces, salvador otras. La Constitución es una especie de amplificador de sentidos, un tronco que una vez sembrado suelta una colección de inesperadas ramificaciones, frutos, efectos.
La palabra paz en la Constitución del 91 terminó dando argumentos suficientes a la Corte Constitucional para darle impulso a la implementación de los acuerdos. Frente a la derrota electoral del 2 octubre y el limbo para sacar a los guerrilleros del conflicto la Corte encontró una palabra que es “valor de la sociedad”, “fundamento del Estado” “principio de interpretación”, derecho y obligación según sus múltiples sentencias sobre el tema. Porque la palabra nunca ha dejado de sonar en nuestra política y ha marcado el rumbo de al menos las últimas cinco elecciones presidenciales.
En el fallo que declaró constitucional el despeje de 42.000 kilómetros cuadrados para la negociación con las Farc en el gobierno de Pastrana, donde Camilo Gómez como comisionado de paz y Mario Uribe como presidente del Congreso abogaron por la solución negociada, la Corte Constitucional soltó algunas de las frases más contundentes sobre el significado de la palabrita en la Carta: “los instrumentos pacíficos para la solución de conflictos se acomodan mejor a la filosofía humanista y al amplio despliegue normativo en torno a la paz que la Constitución propugna.
De ahí pues que, las partes en controversia, particularmente en aquellos conflictos cuya continuación pone en peligro el mantenimiento de la convivencia pacífica y la seguridad nacional, deben esforzarse por encontrar soluciones pacíficas que vean al individuo como fin último del Estado.”
Pero no se conformó y señaló concepciones políticas que pueden chocar con el espíritu y la letra de la Constitución a la hora de buscar la paz: “el mayor peso que ostenta (la salida negociada) frente a otras medidas constitucionalmente aceptadas, como proyectos políticos guerreristas y la obligación de no abandonar esta estrategia hasta que se hayan agotado fácticamente todas las posibilidades de acercamiento y negociación.”
Hay palabras que parecen huecas, pero el lugar donde fueron escritas les otorga un poder especial.
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