Por: Andrés Quintero Olmos.
Colombia es una casa que hoy, a pesar de su trágica historia, desde afuera se ve más o menos bien. Santos se ha dedicado a pintarla cada mes a punto de contraticos por aquí, inexistentes locomotoras por allá y a partir de una eficaz política, diplomacia y titulares de “paz”.
Sin embargo, la casa de las maravillas está invadida de termitas y se está pudriendo desde su interior. Un día, y sin ningún signo precursor, la casa se derrumbará mientras algunos estén escogiendo sus nuevas cortinas.
No lo sabemos pero aquí la pobreza sólo se reduce en las estadísticas del Gobierno. Esto no sería “tan” grave si la desigualdad también descendiera. Pero lastimosamente esta sigue estancada desde el 2012, según el coeficiente Gini (entre 0.54-0.53).
El problema es que para el Gobierno la desigualdad sólo parece ser de números económicos, cuando es también de hechos y derechos: ¿un afrocolombiano, un transexual o un discapacitado en este país tienen las mismas oportunidades que el resto de la población? ¿Un sucreño tiene las mismas posibilidades sociales que un cundiboyacense? ¿La sanción penal depende de si es uno es delincuente o guerrillero (sí, ya no parece ser lo mismo)?
Este país es un castillo de desigualdades. La prueba reina de esto es que en esta nación hay tres tipos de prisiones: las VIPs para los poderosos, las de hacinamiento para los humildes y las que no son cárceles para los guerrilleros-beligerantes.
Alguien me decía esta semana que preferiría estar encarcelado en Colombia que en, por ejemplo, Dinamarca, porque aquí existe la facilidad de sobornar a los carcelarios o negociar con el Gobierno de turno para obtener comida caviar, televisión plasma, trago fino, parranda vallenata, etc.
Mientras tanto el país sigue obnubilado ante lo único que, según los comentaristas, nos sacará de esta situación: la “paz”. Entonces, obviamente, los críticos tienen que callar. Qué nadie se atreva a decir que la casa se desplomará sobre sí misma.
Sí, cuidado con expresar que la verdadera paz debería ser algo natural, algo cristalino, algo transparente, algo lógico, es decir, algo que no debería necesitar de mermelada.
No se le puede ni susurrar al Gobierno que cuando los violentos crean directa o indirectamente las normas, el Estado perderá irrevocablemente su legitimidad. Tampoco se le puede decir que un Estado que no respeta el voto de sus habitantes, buscando a toda costa manipularlo o atenuarlo, no sabrá hacer cumplir sus políticas porque habrá perdido el sentido mismo de su misión.
En ese momento de “paz” ya no quedará sociedad, pero sí individuos que sólo defenderán sus inmediatos intereses y derechos ilimitados.
Es así que caeremos en la violencia general y no tendremos moral para combatirla y, en ese preciso instante, seguramente alguien propondrá como solución la abolición de la República, que no es más que recurrir al buldócer del vecino país que vive en un permanente cese al fuego pero no en paz.
Debes loguearte para poder agregar comentarios ingresa ahora