Por: Robert J. Samuelson.
WASHINGTON – El problema con nuestros debates comerciales es que la gente supone que son sólo sobre el aspecto económico. Desde la Segunda Guerra Mundial, la política comercial de Estados Unidos ha sido también un pilar de la política exterior. En las tempranas épocas de la posguerra, Estados Unidos alentó el comercio con Europa y Japón —permitiendo que sus exportaciones entraran en Estados Unidos— como forma de lograr nuestros objetivos políticos. El comercio construiría su prosperidad, y su prosperidad promovería la democracia por sobre el comunismo.
“Hubo una confluencia de consideraciones de seguridad y económicas,” dice el politólogo de Harvard, Jeffrey Frieden. Los funcionarios norteamericanos reconocieron que “brindar acceso [a nuestros aliados] al mercado norteamericano era mucho más barato que la asistencia extranjera.” Además, la superioridad económica de Estados Unidos se daba por descontada. Antes de la guerra, las empresas químicas norteamericanas y alemanas habían sido rivales. “Para 1945, no teníamos que preocuparnos de la industria química alemana”, dice Frieden.
Es cierto, como señala Frieden, que ese consenso se debilitó en los años 70. Una vez que Asia y Europa se reedificaron, sus exportaciones —de acero, zapatos, televisores, automóviles— amenazaron los puestos de trabajo norteamericanos. El gobierno de Reagan presionó a los gobiernos extranjeros para que impusieran límites “voluntarios” para algunas exportaciones a los Estados Unidos. Aún así, la realización de fines políticos por medios económicos sigue siendo parte esencial de la política comercial norteamericana.
Todo ello proporciona contexto para la controversia relacionada con el Acuerdo Transpacífico de Asociación Económica (TPP por sus siglas en inglés), la negociación comercial entre 12 países (Australia, Brunei, Canadá, Chile, Japón, Malasia, México, Nueva Zelanda, Perú, Singapur, Estados Unidos y Vietnam). Juntas, esas naciones representan casi el 40 por ciento de la economía mundial. Estados Unidos y Japón representan cuatro quintos de ese grupo.
Las negociaciones cubren muchos temas. Japón tiene aranceles del 600 por ciento o más para el arroz. Supuestamente, esas tarifas se reducirían o eliminarían. Aunque el arancel ponderado promedio de Estados Unidos es un 1,4 por ciento, hay excepciones. Los aranceles de Estados Unidos para los zapatos están entre un 11 y un 70 por ciento; Vietnam quiere que se reduzcan. Las charlas también involucran asuntos menos tradicionales: límites para los subsidios a empresas propiedad del estado; protección de patentes, especialmente para laboratorios de fármacos; reglas que gobiernan dónde deben almacenarse los datos informáticos.
Aún así, los avances económicos plausibles de la expansión del comercio parecen modestos. Para 2025, los ingresos de los 12 países podrían aumentar en un 0,9 por ciento, calcula un estudio a menudo citado por el Peterson Institute. En dólares actuales, representaría aproximadamente 320.000 millones de dólares (la porción de Estados Unidos: 85.000 millones de dólares). En cambio, el PBI de Estados Unidos se acerca a 18 billones de dólares, y el PBI global es cuatro veces esa cifra. El revuelo en torno al TPP parece desproporcionado con respecto a lo que está en juego.
Pero no es así.
Lo que se ignora es la geopolítica. Un fracaso del TPP —porque los países no se ponen de acuerdo o porque el Congreso no aprueba el resultado final— podría producir un conflicto histórico. La actual política comercial norteamericana se remonta a la aprobación, por parte del Congreso, del Acuerdo Comercial Recíproco de 1934, que autorizaba al presidente a negociar reducciones de aranceles con otros países. (Antes de eso, la política comercial norteamericana era sumamente proteccionista.) El rechazo del TPP podría significar el fin de una era.
“Se tomaría como señal de que Estados Unidos no podría mantener el consenso ni el compromiso que tuvimos desde mediados de los años 30 para la liberalización del comercio,” dice el politólogo de la Universidad de Maryland, I.M. Destler.
La liberalización en general nos ha sido útil. El comercio ha producido beneficios políticos en muchos, aunque no todos, los casos. Después de la Segunda Guerra Mundial, los países de Europa comerciaron entre ellos y evitaron otra guerra. O consideremos México. Desde que entró en el Acuerdo de Libre Comercio de Norteamérica en 1994, sus exportaciones a los Estados Unidos se expandieron siete veces. (Durante el mismo período, las exportaciones norteamericanas a México se multiplicaron cinco veces.) Eso ayudó a estabilizar la economía mexicana: lo que también beneficia los intereses norteamericanos.
Por supuesto, hay costos, el más obvio es la pérdida de puestos de trabajo. Un estudio publicado por el National Bureau of Economic Research calcula que las importaciones chinas eliminaron entre 2 millones y 2,4 millones de puestos de fábrica en Estados Unidos entre 1999 y 2011. Eso representa aproximadamente el 40 por ciento de los 5,6 millones de puestos de trabajo en fabricaciones, perdidos en esos años. No todo el mundo está de acuerdo. El economista de Harvard, Robert Lawrence, dice que el continuo incremento de eficiencia en la producción explica la mayor parte de la pérdida de puestos.
Quienquiera tenga razón, hay una verdad mayor: los vaivenes en el mercado laboral norteamericano de 148 millones dependen principalmente de la salud económica interna. Mientras tanto, las importaciones proveen otros beneficios económicos: precios más bajos, más elección para los consumidores.
Lo que perdura es el matrimonio entre la economía y la geopolítica. Para Estados Unidos, el propósito primordial del TPP no es contener a China sino crear un contrapeso a su ascenso.
Procuramos asegurar a las naciones que aún somos una potencia en el Pacífico y que nuestra propuesta representa un marco útil para gobernar el comercio de la región. Un colapso dejaría un vacío que probablemente China llenaría. Por medio de sus propios acuerdos comerciales, China podría crear un sistema que otorgue a sus exportaciones acceso preferencial a los mercados extranjeros, mientras aseguraría provisiones garantizadas de materias primas (petróleo, granos, minerales). Eso no nos beneficia.
Así pues, cuando los que se oponen critican el TPP, deben responder una simple pregunta: ¿comparado con qué?
© 2015, The Washington Post Writers Group
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