Por: Robert J. Samuelson.
WASHINGTON – En 1975, la Brookings Institution —quizás el centro de investigaciones más conocido de Washington—publicó un elegante ensayo de Arthur Okun, que fue uno de los principales economistas del gobierno de Johnson. El ensayo se titulaba “Equality and Efficiency: The Big Tradeoff.” (Igualdad y eficiencia: el gran equlibrio). Su premisa, tal como lo sugiere el título, era que el gobierno enfrentaba un dilema al crear sus políticas económicas y sociales. El sesgo hacia una mayor igualdad podía debilitar el crecimiento económico al atenuar los incentivos para trabajar, ahorrar e invertir; por otro lado, dejar las cosas a cuenta del mercado podía empeorar la desigualdad al ensanchar las brechas de los ingresos y de la riqueza. Podíamos equilibrar la igualdad y la eficiencia. Una vez expuesta, la lógica parece impecable.
Pero no lo es.
Cuatro décadas después,(Brookings celebra el aniversario con una nueva publicación del libro), se ha demostrado que el gran equilibrio es impracticable. Los hechos en la realidad han convertido en una burla de las decisiones aparentemente razonables y controlables del esquema de Okun. Como sociedad, queremos las dos cosas: un mayor crecimiento económico y una mayor igualdad. Okun anticipó ese hecho; el resultado, dijo, sería un acuerdo. Lo que no anticipó –lo que casi nadie anticipó– es que habría una cantidad menor de ambas cosas: menos crecimiento económico y menos igualdad.
El equlibrio se esfumó. ¡Puf!
Observemos los números. En cualquiera de las dos medidas, nuestro desempeño es desalentador.
Comencemos con el crecimiento económico. De 1950 a 1973, la economía norteamericana se expandió a una tasa promedio anual del 4 por ciento. Ése habría sido el punto de referencia de Okun. Para la década próxima (2015-2025), la Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO, por sus siglas en inglés) proyecta un crecimiento económico de sólo un 2,1 por ciento anual. Alrededor de la mitad de la caída es reflejo de un crecimiento más lento de la fuerza laboral. No hay mucho que podamos hacer al respecto. Los baby-boomers se están jubilando; el influjo de nuevos trabajadores apenas si excede el éxodo de esta gran fuerza laboral. Pero la otra causa del crecimiento económico más lento son menores avances en la productividad, que se producen con nuevas tecnologías, mejores prácticas comerciales y trabajadores más especializados.
Esas son las cualidades que Okun denominó “eficiencia”. A los norteamericanos nos gusta creer que nos destacamos en cultivar y explotar esas cualidades. Pero los números indican algo diferente. Durante el período 1950-73, la productividad de la mano de obra creció un promedio de un 2,4 por ciento anual; la proyección de la CBO para la próxima década es de un 1,6 por ciento anual -y hasta eso excede la experiencia reciente, que es de menos de un 1 por ciento anual. Esas cifras describen una economía que, a pesar de los muy visibles avances digitales, debe hacer un gran esfuerzo por innovar y por elevar el estándar de vida.
Después está la igualdad. Okun halló que la distribución de ingresos de principios de los años 70 era “terrible”. Quedó consternado por el hecho de que el 1 por ciento más rico de los norteamericanos tuviera “tantos ingresos, después de los impuestos, como casi todas las familias en el 20 por ciento inferior.” Y era “perturbador que el quinto más alto de las familias tuviera tantos ingresos, después de los impuestos, como los tres quintos inferiores.” Bueno, si quedó consternado entonces, estaría lívido hoy en día. En 2011, los ingresos, después de los impuestos, del 1 por ciento más rico eran dos veces aquellos del quinto más pobre de los norteamericanos, estima la CBO. Y el 20 por ciento más rico de los norteamericanos (incluyendo al 1 por ciento superior) obtuvo cerca de la mitad de los ingresos, después de los impuestos; esa cifra representa casi los ingresos del 80 por ciento inferior.
No es cierto que los ingresos se estancaran para todos excepto la clase media alta y los ricos. Entre 1979 y 2011, calcula la CBO, los ingresos después de los impuestos del quinto más pobre se elevaron casi un 50 por ciento. Pero es cierto que las brechas se han ampliado drásticamente. Durante el mismo período, los ingresos después de los impuestos, del 1 por ciento superior saltaron un 200 por ciento. (Todas las cifras han sido ajustadas por la inflación).
¿Cómo ocurrió eso? ¿Cómo terminamos con menor eficiencia e igualdad? ¿Por qué el esquema de Okun, que parecía sensato, no sobrevivió el contacto con el mundo real?
El gran equilibrio suponía que políticos, gobernantes y la población podían escoger conscientemente entre una variedad de opciones. Nuestra comprensión económica era suficiente para moldear el futuro según nuestros gustos. Eso resultó ser un espejismo. No sabemos lo suficiente para manipular el crecimiento económico, la productividad y la distribución de los ingresos. Gran parte de lo que experimentamos hoy en día podría ser el resultado no intencional de acontecimientos y desarrollos pasados, no de políticas deliberadas. El fabuloso crecimiento económico de las décadas de 1950 y 60 podría haber reflejado tecnologías creadas en los años 30 y 40 (fibras sintéticas, la televisión, los antibióticos), más la ventaja de que las economías de nuestros principales competidores globales estaban casi destruidas. La historia importa, pero el ensayo de Okun carece de esa u otra historia.
El libro de Okun es emblemático de una época en que las ciencias económicas estaban excesivamente seguras de sí mismas. Las preguntas subyacentes siguen abiertas. ¿Es la convergencia de la creciente desigualdad y de la caída en el crecimiento económico simplemente una coincidencia? ¿O es la mayor desigualdad una causa de un crecimiento económico más débil, una consecuencia del mismo–o quizás ambas cosas? Carecemos de respuestas definitivas. El gobierno debe actuar habitualmente sin conocimiento pleno. Esa es la cuestión: en el mundo real, a menudo no conocemos lo que perdemos y ganamos para lograr equilibrios.
© 2015, The Washington Post Writers Group
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