Por: Andrés Quintero Olmos.
La lucha contra el cambio climático enfrenta un desafío económico y, ahora, uno religioso.
En diciembre 2015, la ciudad de París será la sede de la Conferencia sobre el Clima en el marco de las Naciones Unidas. El objetivo es que todos los países lleguen a un acuerdo que permita limitar el calentamiento global a un nivel por debajo de 2°C.
A través de su histórica encíclica sobre el cambio climático, el Papa Francisco expuso sus argumentos teológicos y morales para realizar una “audaz revolución cultural… (ante) la crisis ética, cultural y espiritual de la modernidad” con el objetivo de evitar el daño a la naturaleza dado por el evidente calentamiento global, consecuencia directa de la actividad humana. El sumo pontífice agregó que los países más prósperos tienen una deuda ecológica con los países pobres, y que no solo se puede resolver el tema de la pobreza y mejorar el medio ambiente a través del crecimiento económico sino que es necesaria la creación de instituciones internacionales que logren controlar este fenómeno.
Pero más allá de la fe, ¿cómo obligar a las naciones a implementar medidas medioambientales sin atenuar el crecimiento económico?
Hace pocos días, el Presidente de Estados Unidos, Barack Obama, dio un paso hacia la Conferencia de París. Obama anunció un ambicioso plan interno para reducir las emisiones de carbono de sus centrales eléctricas, afirmando: “solamente tenemos un hogar, un planeta”. El “Plan de Energía Limpia” buscará reducir para 2030 en 32% las emisiones de las centrales termoeléctricas respecto a los niveles de 2005. Un desafío económico para el segundo productor y consumidor mundial de carbón.
El economista francés y premio nobel 2014, Jean Tirole, sostiene que no es posible reducir eficazmente las emisiones de carbono (que calientan la atmósfera planetaria) si cada país, como Estados Unidos, unilateralmente toman medidas internas para luchar contra el calentamiento global. Según el nobel, la única posibilidad viable es que los países, de manera multilateral, acuerden unas reglas vinculantes de emisiones y sanciones a través de un precio único de carbono y una organización internacional fiscalizadora. Por lo tanto, se necesitaría un sistema de comercio de emisiones que asignaría (o vendería en subasta) a los países participantes permisos negociables de contaminación. Esto acompañado de medidas de compensación a favor de los países en vía de desarrollo.
Otros economistas, a sabiendas de la imposibilidad política de materializarse un mercado único de intercambios de cuotas de emisiones de carbono, pregonan la organización de clubes regionales con mínimos ambientales, como por ejemplo la Unión Europea o California. Esta coalición climática sería protegida de sus esfuerzos ambientales mediante la puesta en marcha de aranceles frente a las importaciones de países que estén por fuera de esta, lo cual evitaría el dumping y la competencia desleal ambiental.
En suma, un mar de ideas, una que otra utopía, muchas restricciones económicas y una fe religiosa que reta a la humanidad y a sus líderes a proteger el planeta con un acuerdo institucional.
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