Por: César Lorduy.
Ese era el anuncio que, por todos los barrios de la ciudad, hacían los hermanos Ariza desde un carro viejo al que le colgaban un par de cornetas y, a reglón seguido, invitaban a presenciar un espectáculo taurino a realizarse en la Plaza de Toros Monumental del Caribe, llamada comúnmente ‘El circo e toro’.
La plaza se empezó a construir en mayo de 1962 en un predio de 30.000 metros cuadrados ubicado entre la carrera 9 y 10 con calle 47, muy cerca de todos los lugares que sirvieron seguramente para ambientar la novela de Gabriel García Márquez Memoria de mis putas tristes, y que con lujo de detalles nos relata Adlai Stevenson Samper en su libro Polvos en la Arenosa.
Oficialmente se inauguró la plaza el 13 de diciembre de 1969, con una capacidad para 11.000 personas, y operó de manera casi que irregular hasta mediados de los años 80, bajo la tutela jurídica de una sociedad anónima en la que el municipio de Barranquilla y el Departamento del Atlántico tenían la mayoría accionaria.
Varios fueron los administradores de la plaza en calidad de arrendatarios y muchos los intentos por recuperarla, pero al final, y hasta mediados de la década 90, sirvió más para eventos musicales y religiosos, que para plaza de toros, y en virtud de su abandono se convirtió en un gigantesco botadero de basura que contaminaba el paisaje y el ambiente, el cual fue desterrado para dar paso a lo que hoy es un centro comercial y residencial.
Como no tenemos plaza de toros y tampoco debemos tener, Barranquilla ha estado ausente –por fortuna–, de imponer penas y castigos basados en la tortura a unos toros que, en algunos casos, proporcionan placer a un público ávido de sufrimiento, que alaba el castigo y se regocija en el dolor.
La Ley 84 de 1989 dispuso que los animales en general tiene el derecho a no ser tratados cruelmente, ni a ser torturados, a menos que los mismos hagan parte de las corridas de toros, las corralejas, etc, decisión avalada por la mayoría de la Corte Constitucional (Sentencia C-666/10). Esto originó la aclaración de voto del magistrado Nilson Pinilla, quien manifestó que dichos espectáculos incitan a atormentar a estos seres, antes, durante y después de la presentación, lo que va en contra del interés general de erradicación de la violencia y desdice de la propia dignidad humana, tan degradada cuando el hombre goza con el dolor, lo cual genera una contracultura representada en crueles manifestaciones, como son las corridas de toros y, peor aún, las corralejas, en cuanto también convierten en motivo de diversión las lesiones contra seres humanos.
La Ley 916 de 2004, por la cual se establece el Reglamento Taurino, también fue defendida por la Corte Constitucional (Sentencia T-296/13) y por eso no se ha permitido que otras autoridades distintas del Congreso prohíban las corridas de toros y, peor aún, las corralejas, ya que la tortura, la sevicia y el maltrato animal, que no hace parte de la Ley General de Cultura, debe ser detallado por ese órgano legislativo que tiene la última palabra, y que ojalá comprenda que “dañar por negligencia o crueldad, cualquier vida, es incompatible con la verdadera ética”, tal como lo dijera el Nobel de Paz Albert Schweitzer.
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