Por: Robert J. Samuelson.
WASHINGTON – Cuando se trata del presupuesto federal, lo que siempre une a demócratas y republicanos es su capacidad común de mentirse a sí mismos, mentir a la población y postergar una discusión seria sobre los temas centrales de los gastos del gobierno y los impuestos. Utilizo el término “mentir” con renuencia, porque es un implacable indicador moral. Aún así, es la palabra correcta.
Revisemos las crueles cifras del presupuesto. Desde 1965, el gobierno federal gasta anualmente alrededor de un quinto de los ingresos nacionales: es decir el 20 por ciento del producto bruto interno (PBI). Tres realidades amenazan ahora esta burda estabilidad.
Primero, somos una sociedad que envejece. Entre 2010 y 2030, se calcula que la población de 65 y más años crecerá un 85 por ciento, de 40 millones a 74 millones. Bajo las políticas actuales, los gastos en los ancianos —principalmente el Seguro Social, Medicare y la asistencia a largo plazo bajo Medicare— inexorablemente se elevarán como porción de los ingresos nacionales y del presupuesto. En 2014, esos tres programas ya representaban 1,7 billones de dólares de los 3,5 billones de dólares de los gastos federales anuales.
Segundo, los gastos de los ancianos presionan hacia abajo a los demás gastos —o hacia arriba al déficit y a los impuestos. Las fuerzas armadas (gastos de 2014: 596.000 millones de dólares) se están reduciendo constantemente. Como porción del PBI, se calcula que sus gastos caerán un 25 por ciento bajo las políticas actuales, para 2025. Presiones similares reducen también muchos programas internos, desde las fuerzas de seguridad hasta las carreteras.
Tercero, ya existe una gran brecha entre lo que prometió el gobierno (y lo que la mayoría de los norteamericanos espera) y la disposición de la población a que se le imponga impuestos. Desde 1965, los impuestos federales promediaron un 17,4 por ciento del PBI. Incluso a un 18 por ciento del PBI —cerca del nivel actual— los impuestos están a alrededor de un 2 por ciento por debajo de los gastos promedio. Eso equivale a 350.000 millones de dólares anuales de aumentos fiscales.
Para mí, la conclusión es obvia: Ya no podemos abarcar todos los gastos deseados bajo un techo del 20 por ciento del PBI. No podemos pagar una defensa adecuada, proteger a los ancianos y mantener otros programas internos (desde el FBI hasta las becas Pell) con un 20 por ciento del PBI. No sé si la cifra correcta es 22 por ciento o alguna otra. Pero no es el 20 por ciento. El hecho de que tengamos déficits considerables a un 20 por ciento significa que un presupuesto balanceado requeriría fuertes aumentos fiscales.
También requeriría importantes recortes de gastos para limitar el aumento fiscal. Para el Seguro Social y Medicare, deberíamos elevar lentamente las edades requeridas, reflejando así las expectativas de vida más largas, quizás a 69 o 70 años en el curso de 15 años. De la misma manera, deberíamos recortar los beneficios de los jubilados más ricos. Los programas obsoletos (por ejemplo, los subsidios a la agricultura) deberían terminarse. Las remuneraciones militares deberían reorganizarse. Pero incluso si se llevaran a cabo todos esos recortes, los gastos deseables excederían el 20 por ciento del PBI.
Dos grandes preguntas definirían un genuino debate presupuestario. ¿En qué medida los gastos de los ancianos deberían dictar las prioridades nacionales? Y, ¿qué tamaño de fuerzas armadas es necesario para el peligroso mundo de la actualidad? Por supuesto, sería un debate muy polémico —que es la razón por la que no ha tenido lugar. Los presupuestos republicano y demócrata que se debaten en el Congreso no representan esfuerzos serios. Son documentos de relaciones públicas, diseñados para agradar a los fieles al partido.
El presupuesto republicano del Comité del Presupuesto de la Cámara recortaría 5,5 billones de dólares en gastos, en el curso de una década, para balancear el presupuesto. Unos 2 billones reflejan la eliminación de la Ley de Asistencia Médica Asequible; eso no sucederá bajo el presidente Obama. Otros 900.000 millones de dólares provienen de convertir Medicaid para bloquear subvenciones para los estados a niveles de gastos reducidos. No es una medida deseable porque responsabiliza a los estados del creciente costo de la asistencia a largo plazo de los baby-boomers, lo que amenaza los gastos estatales en escuelas, caminos y otras necesidades locales.
Hay otro billón de dólares en recortes de los programas para los desfavorecidos, como las estampillas alimenticias. Esta disciplina presupuestaria republicana es despiadada. Casi el 70 por ciento de los recortes afectan a los grupos de bajos ingresos, dice el Center on Budget Policy Priorities, de tendencia izquierdista.
En cambio, la propuesta demócrata del comité de la Cámara carece casi de toda disciplina. En la próxima década, cae en casi 6 billones de dólares de déficit. No hace nada para frenar los gastos en los ancianos. Ignora el balance del presupuesto y simplemente se declara a sí misma “fiscalmente responsable”, un veredicto que carece de sentido y es interesado. He aquí la ironía: La negativa de los demócratas a reducir todo gasto en los ancianos es profundamente antiprogresista, porque intensifica las presiones para reducir los gastos en el resto del gobierno. Los demócratas se han convertido en agentes involuntarios de un aparato de gobierno menor, fuera del sector de los ancianos y de la asistencia médica.
No podemos sostener una conversación inteligente sobre estos temas hasta que republicanos y demócratas sean honestos. Los republicanos deben admitir que sin un aumento fiscal, los recortes grandes y probablemente peligrosos en defensa sean inevitables. Los demócratas deben conceder que no todos los gastos de los ancianos son sacrosantos, porque reducen otros programas importantes del gobierno. Hasta que llegue ese día, nuestros debates presupuestarios seguirán siendo lo que son hoy: ejercicios deshonestos en la adopción de poses y en demagogia.
© 2015, The Washington Post Writers Group
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