Por: Robert J. Samuelson.
WASHINGTON – Durante algún tiempo coleccioné artículos periodísticos sobre robots y puestos de trabajo. Cuando digo robots, me refiero a casi todo proceso automatizado que sustituye a individuos con máquinas. He aquí algunos ejemplos:
-La cadena Chili’s instaló 45.000 tabletas computadoras en sus restaurantes de Estados Unidos, dice el Washington Post. Las tabletas permiten que los comensales paguen sus cuentas, jueguen y hagan los pedidos.
-Un hotel está introduciendo un botones robótico, que entrega artículos a los cuartos de los huéspedes, informa el New York Times. La misma noticia menciona caddies de golf automáticos. Otro artículo del Times reporta que la firma alemana Daimler presentó un camión que se maneja a sí mismo.
-Lowe’s, la cadena de ferreterías, está probando un robot que saluda a los clientes y los dirige a la sección correcta para sus compras, dice el Wall Street Journal. Los robots, otrora grandes y costosos, se han reducido tanto en tamaño y precio que las fábricas pequeñas pueden usarlos, dice el artículo del Journal.
Un fantasma persigue a Estados Unidos: los robots. Existe un vago temor de que los continuos avances en el poder de las computadoras y el software automatice más trabajos. Esa amenaza trasciende el ciclo comercial. Casi todos podríamos estar, tarde o temprano en peligro. ¿Podría escribir un robot esta columna? Parece plausible. Algunos podrían considerar ese hecho como una mejora.
Irónicamente, la advertencia mayor viene de dos campeones de la tecnología digital, Eric Brynjolfsson y Andrew McAfee, estudiosos del Instituto de Tecnología de Massachusetts y autores de “The Second Machina Age.” La digitalización, sostienen, crea nuevos servicios (Google, Facebook) y expande las posibilidades del consumidor. Pero también hay un lado oscuro. “El progreso dejará atrás a alguna gente, quizás hasta a mucha gente,” escriben.
Es fácil saber por qué. Competir con un robot puede ser en vano. Consideremos un robot que cuesta 25.000 dólares. A diferencia del trabajador de 25.000 dólares, el gasto del robot se realiza una vez; puede trabajar 24 horas al día y no hay seguro de salud.
Lo que no está claro es si esta situación es diferente a las del pasado, cuando nuevas tecnologías crearon más puestos de trabajo de los que destruyeron. El temor al desempleo tecnológico no es nuevo. A principios de 1800, los trabajadores ingleses destruyeron los telares mecánicos para impedir que esas máquinas eficientes se llevaran su trabajo. Uno de los presuntos líderes fue Ned Ludd —de ahí el término “ludita”, el que se resiste a nuevas tecnologías.
En 1964, la ansiedad provocada por la tecnología causó que el presidente Johnson creara una comisión nacional de automatización. Cuando presentó un informe en 1966, la tasa de desempleo había caído a un 3,8 por ciento. “Las conmociones tecnológicas han ocurrido durante décadas, y … la economía norteamericana se ha adaptado a ellas,” escribe el economista Timothy Taylor (cuyo sitio Web relata el episodio de los años 60).
Un motivo es que las nuevas tecnologías a menudo involucran precios más bajos, valores superiores o ambas cosas. Eso crea una enorme demanda. Tomemos como ejemplo las aerolíneas. Después de la Segunda Guerra Mundial, los ferrocarriles aún dominaban los viajes entre ciudades. Pero la mayor velocidad de las líneas aéreas y su creciente tamaño, especialmente después del advenimiento de los jets a fines de los años 50, hicieron que los trenes se volvieran antieconómicos. Ajustadas por la inflación, las tarifas aéreas declinaron. Mientras los viajes por tren se derrumbaron, el número anual de pasajeros aéreos se elevó de 19 millones en 1950 a 737 millones en 2012. En 2014, la industria empleó a 589.000 trabajadores de tiempo completo y parcial.
La misma lógica se aplica ahora. Alguien tiene que diseñar, programar, mantener y coordinar a los robots y a otros procesos digitados. La creación de fuentes de trabajo es inevitable.
Los trabajos también sobreviven en sectores que parecen en gran medida inmunes a la digitación–“ya sea para cuidar a los jóvenes o cuidar a los viejos, o reparar muchas cosas que precisan ser reparadas,” tal como lo expresó recientemente el ex secretario del tesoro, Larry Summers. El contacto humano se necesita o se desea en lugares donde parece obsoleto. Lógicamente, los cajeros automáticos deberían haber decimado a los cajeros de bancos. En realidad, el número de cajeros (unos 600.000) es ligeramente superior a su nivel de 1990, señala Taylor, citando un estudio de James Bessen, de la escuela de Derecho de Boston University. El temor a la pérdida de trabajo por la tecnología es real pero, sospecho, exagerado, porque ocurre después de un período en que grandes pérdidas de puestos por otros motivos –la crisis financiera y la Gran Recesión– han hecho que la gente se muestre excesivamente sensible a toda amenaza a su sustento. En este clima, el fantasma de hordas de robots que destruyen las fuentes de trabajo parece realista. La historia sugiere escepticismo; la gran creación de puestos de trabajo (11,5 millones desde 2010) es una refutación del mundo real.
Pero también hay que atenuar el escepticismo. El hecho de que nuevos puestos siempre hayan reemplazado a los viejos es un fenómeno general. No protege a todos los individuos. Las olas de avances tecnológicos siempre han dejado perdedores –gente cuyas fábricas se mudaron o cerraron; o cuyas destrezas se vuelven obsoletas, o cuyas empresas sucumbieron a la nueva competencia. A menudo, los nuevos trabajos no están donde estaban los viejos y no son adecuados para sus trabajadores.
Ése es el quid de la cuestión. Si los trabajadores de Estados Unidos no pueden ofrecer fácilmente las nuevas destrezas exigidas por los robots, habrá un fatídico cambio en la historia. La pregunta es ¿podemos adaptarnos? El pasado sugiere confianza pero no es una garantía férrea.
© 2015, The Washington Post Writers Group
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