Por: Pascual Gaviria Uribe.
Solo una vez en mi vida me habían amenazado de muerte. Fue un ladrón con la cara acechante de los bazuqueros. De manera franca, se arrimó a la ventanilla del carro donde esperaba a un amigo y me pidió las llaves apuntándome con una pistola. El temor me hizo acelerar, en un desplante que fue sobre todo un acto de cobardía. Su reacción fue un disparo que quedó instalado como un quemón en el tablero del carro, cerca al radio.
Hace unos días me enteré de una segunda amenaza de muerte. Esta vez llegó como un mensaje taimado, anónimo, cobarde como acostumbran los asesinos en este país de terrores íntimos y públicos. Me lo contó un amigo por teléfono, sin rodeos, con el desparpajo y la franqueza de las conversaciones de todos los días. No puedo negar que me recorrió un escalofrío que no conocía. Un temor seco ante el que no quedan muchas respuestas.
En mi primer día de vacaciones llamaron a la recepción de Caracol Medellín durante la última hora de La Luciérnaga. Preguntaron que dónde estaba –parece que me extrañan– y cuando oyeron la palabra vacaciones soltaron una frase que no vale la pena repetir. Con el lenguaje de los pillos dijeron que mejor me quedara por allá y recalcaron que iban muy en serio. Como hacen los fantoches y los asesinos. Es una tristeza que sea tan difícil diferenciar a los unos de los otros. La llamada vino de un teléfono público cerca de Caracol en Medellín. Una seña más para la intimidación: “Desde aquí lo estamos mirando”.
El tema de la paz genera en Colombia polarización, gritos e insultos. Aviva el fuego de un conflicto que se ha mantenido en brazas durante décadas. Pero según creo nos hemos acostumbrado a dar esa pelea de una manera equívoca, histérica en ocasiones, pero alejada de la violencia. Al menos en las ciudades donde el conflicto es una sombra, un duelo ideológico, un recuerdo macabro. He defendido el proceso de paz pensando en una balanza entre la justicia que merecen las víctimas del pasado versus la esperanza de que disminuyan las víctimas del futuro.
En cambio las elecciones regionales siempre tensan el ambiente político hasta el borde de la agresión física. Aquí se juegan poderes y dineros ciertos, odios que se hacen palpables en los balances privados y en las sillas públicas. Ya no se trata de una pugna entre ideas o partidos, sino muchas veces de un riña entre facciones, de un temor de los “amos” electorales, de la rabia de algunos ilegales que viven cerca al poder regional y se recuestan y se untan.
En las últimas semanas he hablado de algunos temas sensibles en el ambiente electoral en la ciudad donde vivo. La Universidad Medellín como un fortín político que presiona a sus estudiantes, profesores y trabajadores a sumarse a las causas de quienes se sienten sus dueños desde hace cerca de dos décadas. Un abuso que se convirtió en práctica cotidiana y que insulta el ámbito académico, donde la autonomía individual debe ser sagrada.
La presencia de la política como microempresa de intereses privados, en algunos casos muy cercana a estructuras ilegales, que desde Bello e Itagüí amplia cada vez más su importancia en Medellín y Antioquia. Y un recorderis de las conocidas pifias de Luis Pérez como alcalde de Medellín amén de sus mentiras y su oportunismo como candidato oscuro y perenne. No los puedo señalar como culpables de un hecho que ya investiga la fiscalía, pero no puedo dejar de mencionar mis intuiciones de recién amenazado. No soy bueno para los duelos ni soy ejemplo de valentía, pero soy malo para el silencio por obligación.
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