Por: Pascual Gaviria Uribe
Solo el dolor puede trazar el mapa de la ruta que siguen los ciclistas. Según sus reglas, para conocer una carretera es necesario medirla con los piñones, adivinar el ahogo que trae una curva que se empina más de la cuenta, esperar el viento en contra que promete una recta eterna. Los primeros circuitos de entrenamiento, recorridos con las bicicletas de materiales menos nobles, son la patria chica de los corredores. Allí está el recuerdo de sus esfuerzos iniciales y sus glorias menores, y están los paisajes que los criaron y los estragos de alguna curva memorable. Y están, por qué no, los paraderos para complacer la memoria del paladar que dicen es la más profunda. Hace unos años me encontré a Rigoberto Urán en un restaurante de carretera, terminando su jornada de entrenamiento cerca al alto de Santa Elena, con una taza de mazamorra a manera de trofeo.
A diferencia de los futbolistas, que solo pueden recordar sus potreros de iniciación en las entrevistas o en los partidos de fin de año contra “viejas glorias”, los ciclistas pueden seguir entrenando en el territorio de esas épicas personales. Y muchos de ellos logran competir como campeones de camisas variadas en sus campos de infancia. Es de alguna manera un privilegio que tienen muy pocos deportistas: recorrer los territorios de los primeros sueños como atletas consagrados, no visitarlos para la foto sino como un camino necesario para revalidar títulos. Entrenar y competir como profesionales en las “canchas” de barriada.
Cuando recién terminó el Tour de Francia vestido de amarillo le preguntaron a Egan Bernal por los pensamientos durante las etapas de montaña donde pedaleaba con esa tranquilidad: “Pensaba como si estuviera entrenando acá en Zipaquirá. Las etapas tipo Galibier, Iseran, eran subidas muy largas, a mucha altura, entonces prácticamente era como si estuviera entrenando en Zipaquirá, subiendo de Pacho, que es una subida de una hora, que es más o menos lo mismo. Entonces, eso fue lo que más o menos se me vino a la mente cuando estaba haciendo esas etapas”. En su libro Egan, el campeón predestinado, Mauricio Silva habla de esas primeras salidas de Egan en compañía de su papá y de Norberto Triana, el esposo de su tía. Iban a Tocancipá, al Neusa, a Cogua, a Pacho y Egan no se descolgaba: “Desde pequeño, Egan demostró ser un berraco para subir. Es increíble que aun con la bicicleta que él tenía, que era de cross, se nos pegara sin problema, y eso que nosotros teníamos bicicletas semiprofesionales”, recuerda Norberto.
Tal vez por eso mismo, por el encanto de las primeras rutas, el ‘Zipa’ Forero, primer campeón de la Vuelta a Colombia, nacido en Zipaquirá como Egan, soñaba en sus tiempos de empleado en una fábrica de gaseosas con una carrera al estilo Tour de Francia por las carreteras de barro y piedras que le eran entrañables: “Cuando empecé a correr en bicicleta en 1949, intentaba leer todo lo que podía. Obviamente, leí sobre el Tour de Francia y la mitología en torno a los Alpes y los Pirineos. ‘con una geografía como la nuestra una Vuelta a Colombia sería algo extraordinario’”. Los recuerdos del ‘Zipa’ los recoge Matt Rendell en su libro Reyes de las montañas.
Nuestro ciclismo ha sido grande por los esfuerzos y los paisajes, por la cultura y por la altura como ha dicho el mismo Rendell refiriéndose a la herencia del pedal y al oxígeno que escasea en nuestros altos y sobra en la sangre de los que han hecho aquí su vida de hazañas, bien sea como mensajeros, vendedores de chance, acarreadores de leche o jardineros. Aquí seguirán respirando y pedaleando.
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