Por: Pascual Gaviria Uribe.
Parece que tomamos demasiado en serio el parloteo insomne de las redes, las noticias y la prensa.
Hemos pasado de la indignación por los hechos a la furia frente a las opiniones. Antes se rabiaba por la ineptitud de los funcionarios, la venalidad de los contratistas, el cinismo y la falta de coherencia de los candidatos, ahora se oyen las matracas y las cantaletas de clanes fascinados más por las ideas contrarias que por las propias. Parece que hoy se tienen más claras las discordias que las afinidades, se piensa por reacción, se practica algo parecido a la filosofía de la represalia.
Esa permanente crispación frente a los decires ajenos es también una dolencia asociada a la solemnidad. Parece que tomamos demasiado en serio el parloteo insomne de las redes, las noticias y la prensa. Bien vendría darle una mirada a los bien conservados Ensayos de Montaigne, ensayos también en el sentido de ser simples intentos, ejercicios muchas veces predestinados al error. Era esa una de las virtudes del primer hombre moderno, según algunos de sus admiradores. Tener sus pensamientos por provisionales, llenar sus páginas de expresiones como “quizá”, “hasta cierto punto”, “creo”, “me parece”, palabras que “suavizan y moderan la aspereza de nuestras proposiciones”.
Tal vez la frase más inquietante de Montaigne para los lectores de estos días sea esta declaración sin principios: “Ninguna propuesta me asombra, ninguna creencia me ofende, por mucho contraste que ofrezca con las mías propias”. Hoy parece una renuncia inaceptable, un vacío de razones, un abandono simple y llano. Montaigne hablaba sobre todo de las opiniones y reflexiones filosóficas, ese era el centro de sus intereses y sus conocimientos, pero por supuesto hablaba también de inquietudes políticas e inclinaciones religiosas. Ahora nuestras pugnas son sobre todo electorales, ni siquiera fundamentalmente políticas o ideológicas, hemos permitido que el más vulgar de los escenarios cope toda la atención.
Montaigne sentía fascinación por el sentimiento de la extrañeza, visitaba los “monstruos” de la época, personas con malformaciones, para intentar encontrar un sentido humano distinto, para conocer criaturas por fuera de las categorías conocidas. Pero siempre descubría la misma humanidad y terminaba aceptando que la rareza más grande e incomprensible estaba encerrada en su cuerpo, se sorprendía de sus cambios de opinión y de la fragilidad de sus estados de ánimo: “Mi pie es tan inestable e inseguro, me encuentro tan vacilante y dispuesto a resbalar, y mi vista es tan poco fiable, que en ayunas me siento otro hombre que después de comer. Si me sonríe mi salud y la luz de un precioso día, soy un hombre estupendo; si tengo un callo que me duele en el dedo del pie, soy hosco, desagradable e inaccesible”.
Buena parte de nuestras controversias se han convertido en una competencia de descalificaciones, unos pleitos que se alimentan más de la bilis que de la burla. Batallas que buscan golpes de desprestigio. Montaigne destacaba los peligros de un concepto de la época que justificaba la brutalidad en la guerra, el “furor” de los combatientes hacía normal que no se contuvieran y que la piedad pudiera ser olvidada. Ese mismo “furor” hace olvidar hoy toda obligación de compostura y valoración de ideas en el debate de nuestras coyunturas.
El poeta irlandés Thomas Moore escribió una especie de oración al sereno escepticismo que puede servir como un pantallazo obligado antes de entrar al tinglado de las redes sociales: “Cuando pasan las olas del error / qué dulce es alcanzar al fin tu puerto tranquilo, / y suavemente balanceado por la duda ondulante / sonreír a los tenaces vientos que guerrean afuera”
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