Por: Pascual Gaviria Uribe
Alguien tiene que compadecer al presidente, a los presidentes. Es cierto que tales personajes merecen sus males y que los han conseguido en una lotería en la que procuraron con locura comprar la mayor cantidad de boletas, pero también es verdad que su premio mayor acarrea desgracias públicas, psicológicas y honoríficas irremediables. Además del tedio, el cansancio, el odio y el remordimiento que deben soportar. Sin contar con eso de vivir en un palacio soñado, como si la fiesta de cumpleaños temática se le alargara cuatro años al niño fantasioso. Y de tener que mirarse en la mañana al triste espejo donde se han mirado sus enemigos más enconados.
Lo primero que deben sufrir es ser investidos por uno de sus súbditos. Con la frente en alto, con sueños y expectativas que los superan -porque los presidentes también se engañan a sí mismos- reciben la banda de quien ha empujado su carruaje en el último año. De modo que intentan agradecer como patrones magnánimos pero se les nota el fastidio, el mismo fastidio que se hará inocultable en el 90% de sus intervenciones públicas desde la posesión hasta la rendición. Porque la presidencia frunce el ceño y marchita el sueño, según dicen.
Pero ahí solo han empezado los males. Luego de soportar entre semana a los congresistas y sus papeles doblados de intenciones y sus cálculos de un voto por los contratos de tres placas polideportivas, dos muros de contención, seis placahuellas y un distrito sin riego, deben salir el fin de semana, con las hermanas de un ministro y los gemelos de un viceministro que no habían montado en el avión oficial, a hacer presencia de estado. Les esperan un cuchuco o treinta tamales o una ternera servida con cubiertos o siente bandejas de trucha arcoíris o, en el peor de los casos, un caldo indescifrable que la ministra de cultura hará patrimonio inmaterial de la nación al semestre siguiente. Y regresan en el avión, cargados de pavas y mochilas, de platos pintados y tapetes, de totumas labradas con su nombre. Sus escoltas las cuelgan en sus casas. Y al presidente todavía le resta pararse firme frente a los soldados disfrazados que cuidan la puerta de su palacio. Al llegar, le cuentan que la cosa no salió bien en los noticieros.
H.L. Mencken, un periodista y escritor gringo que apuñaló el poder durante los primeros cincuenta años del siglo XX, dejó claras algunas otras desgracias presidenciales: “Si come unos maníes arman un alboroto; si en la cena se echa al buche unos cangrejos hervidos se quejan en los diarios. Todas las mañanas le miran la lengua, le toman el pulso y la temperatura, miden su presión arterial y le examinan el fondo del ojo y el reflejo patelar”. No solo el menú y la historia clínica serán portadas de prensa, también sus manías y sus gustos torcidos. Y si el presidente busca ser solemne casi siempre resultará ridículo, y si quiere posar de natural y cercano terminará retratado de vulgar. Y ni qué decir del presidente que se muestre triste: sin duda será mejor que se muestre muerto.
Pero están los viajes al exterior, la vida plena de olvidos de las desdichas de quienes viven en ese mapa bajo esa bandera. Pero toca aguantar la lambonería de los cónsules y las comidas galantes e insípidas de los embajadores. Y el lujo de los hoteles que deja la memoria del whisky de malta y la curiosidad sobre cuál era la ciudad visitada. En el aeropuerto, zona franca de cortesías, los operarios lo miran entre risas: “¿presidente de dónde?”
Y cuando la pesadilla parece terminar, cuando el último honor es la letra gótica de un general, aparece la obligación de un retrato. Un pintor para coronar el escarnio. Y queda la misma niebla en la misma ventana y un loco atravesando la plaza principal y maldiciendo… ¿a quién más?
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