Por: Pascual Gaviria Uribe.
Alguna vez dijo Manuel Marulanda que los fierros eran garantía necesaria para que el gobierno los escuchara. Eran los tiempos de las visitas multitudinarias a Casa Verde en La Uribe, una especie de Zona Veredal con inmunidad tácita que duró más de veinte años y servía como teléfono rojo para contactos gubernamentales y sociales con los jefes de las Farc.
Los fierros no solo sirvieron para la atención del Estado y los intentos intermitentes de paz con al menos siete gobiernos. Fueron además un plomo desmesurado en la balanza electoral durante muchos años. Las Farc lograron con el terror y la intimidación un peso electoral que sus ideas nunca habrían alcanzado. Por oposición y repudio, por esperanza de paz y promesas, lograron ser un actor fundamental en al menos las últimas cinco elecciones presidenciales. Un pequeño grupo armado moviendo, muchas veces sin ser consiente, la aguja electoral de nuestra democracia.
Hasta el mismísimo Julio Cesar Turbay firmó al final de su gobierno una ley de amnistía por cuatro meses para los delitos de rebelión, sedición, asonada y conexos; además de nombrar una comisión de paz encabezada por Carlos Lleras Restrepo. Luego de un gobierno cercano a las juntas militares de la época, vio la necesidad de abrir una vía al diálogo. La opinión, en ese eterno vaivén entre guerra y negociación, comenzaba a pedir un poco menos de estatuto de seguridad.
Belisario fue elegido en medio del revoloteo de las palomas y la negociación se convirtió en bandera. Ni siquiera luego de la toma del Palacio de Justicia dejó de intentar un acuerdo con las Farc que entregó el cruento ensayo de la Unión Patriótica. La UP elegía 14 senadores, pero los fierros seguían marcando por encima de sus hombres que daban la cara sin armas frente a las urnas.
Con Barco y Gaviria siguieron las negociaciones y se llegó a la desmovilización del M-19, el EPL, el Quintín Lame y La Corriente de Renovación Socialista. Las Farc siguieron siendo interlocutores en Tlaxcala y Caracas hasta el 9 de diciembre de 1990 cuando se votó para elegir delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente y se bombardeó la “embajada de las Farc” en Colombia. Pero las grandes influencias electorales de las Farc se inauguraron con la elección de Andrés Pastrana.
Luego del triunfo de Serpa en la primera vuelta apareció la foto de Víctor G. Ricardo con Manuel Marulanda luciendo el reloj de campaña de Pastrana. La anécdota dice que el rollo con las fotos que cambiaron la campaña estuvo a punto de perderse en un río durante el regreso del asesor del candidato conservador. Alvaro Leyva fue clave en cuadrar esa cita y Serpa, que tenía la paz como bandera, sufrió el desplante de su vida. Tiempo después las Farc dirían que le cobraron tanta cháchara nunca concretada sobre un posible despeje en tiempos de Samper.
Luego de la burla en el Caguán por unas Farc que pensaban en el Monojojoy como ministro de defensa, llegó la hora de Uribe. En noviembre de 2001, un atentado durante un recorrido de campaña por Galapa, marcó el último día de encuestas con Uribe como tercero en la lista. Veinte días después del rompimiento en las negociaciones, en enero de 2002, Uribe ya era primero en las encuestas. En abril un segundo atentado contra Uribe en Barranquilla dejó tres muertos y al candidato como posible ganador en primera vuelta. Luego en mayo vendría Bojayá y Uribe fue elegido con el 54% de los votos.
Enfrentar a las Farc era el mandato y se cumplió con una fuerza que opacó los muchos lunares presidenciales haciendo posible un cambio constitucional y un segundo triunfo en primera vuelta. Para ganar nos unimos hasta con el diablo, cómo decía el general Yanine Díaz a mediados de los ochentas.
Santos fue elegido bajo las banderas de Uribe y le dio a las Farc los más duros golpes militares durante sus primeros años. Luego vino la negociación y de nuevo el país elegía entre el combate cerrado o la paz en ciernes. La diferencia fue mínima en segunda vuelta. De nuevo las Farc eran el centro de la garrotera nacional.
Es tiempo de que Timochenko y su gente se prueben sin armas frente a los electores. Un momento para la condena o el desdén ciudadano, para comprobar la mención a tanto pueblo en sus banderas. Para que dejen de protagonizar nuestros debates electorales e intenten un lugar desde la minoría política que representan. Hora de probarse en las hostilidades del tarjetón.
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