Por: Pascual Gaviria Uribe.
Me llamó la atención una frase de un periodista colombiano encargado de cubrir las elecciones en Estados Unidos: “Mientras los medios se concentran en las masacres del Estado Islámico, que ha matado a menos de cincuenta estadounidenses, ignoran que la violencia dentro del país dejó 15.696 personas asesinadas en el 2015”.
Fue inevitable pensar en nuestros cerca de cinco años de concentración desmesurada en el conflicto con las Farc, sus consecuencias, sus víctimas, sus tres finales escénicos y su renegociación. Nos hemos olvidado por un tiempo de las víctimas elegidas al azar en las esquinas, las víctimas solitarias, sin organizaciones, sin ideología, sin doliente. Esas siguen siendo la mayoría de las víctimas de la violencia en el país. La fatiga del pomposo “conflicto” nos acerca de nuevo a los muertos de cada fin de semana en las ciudades.
Entre ellos, los jóvenes son tal vez los más expuestos y los más indefensos. Muchas veces pasan de victimarios a víctimas sin siquiera notarlo, y lo que parecía un simple mandado bajo presión se convierte en la primera vuelta para quien será su patrón y “protector”. No se nos puede olvidar ese reclutamiento. En Medellín, por ejemplo, cerca del 50% de las víctimas de homicidio son niños y jóvenes entre los 10 y los 28 años. A mediados de los noventa la tasa de homicidios en la ciudad alcanzó los 381 por cada 100.000 habitantes.
Es imposible desconocer los adelantos, el año pasado tuvimos el 10% de los homicidios de 1993, pero todavía hay barrios y comunas completas donde ser joven implica grandes riesgos. Mientras Medellín el año pasado tuvo una tasa de 20 homicidios por 100.000 habitantes, en los barrios más complejos, como San Javier, por ejemplo, la tasa fue de 57 por cada 100 mil habitantes, y para los jóvenes llegó a 122. Lo mismo sucede en San Cristóbal (52-108), Castilla (40-102), Altavista (42-75). Según cifras de 2013 y 2014.
A pesar de que solo el 8.8% de los jóvenes asesinados en Medellín en 2013 y 2014 tenía algún antecedente por infracciones penales o de policía, nos hemos acostumbrado a ver la muerte de los pelaos como un asunto inevitable, inherente a la vida del barrio y la esquina, y muchas veces la muerte viene acompañada de una condena social sobre la víctima, una forma velada de justificación.
La paradoja es que muy pocas veces esos homicidios terminan en condenas, pero muchas veces las futuras víctimas saben la “sentencia” que les han impuesto. Así lo demostró un estudio publicado el año pasado por la Fundación Casa de las Estrategias. Ahora, ellos mismos proponen un sencillo protocolo para que los jóvenes que se sientan amenazados reciban apoyo, atención y posibilidades de huir de la “calentura” al menos por un tiempo. Si nuestros barrios tienen fronteras invisibles, las autoridades deben hacer posibles unos exilios barriales para salvar vidas y quitarle control a los combos sobre los más vulnerables.
Una política sencilla puede salvar la vida de cincuenta jóvenes en un año y mostrar que la administración puede hacer algo distinto a la ronda de unos policías en moto. Una investigación de la misma fundación muestra que la familia de las víctimas, muchas veces madre y hermanos como manda el estereotipo, solo tienen contacto con el Estado, más allá de los trámites legales de levantamiento, luego de tres años del homicidio.
En ocasiones el Estado debería guiarse por el simple pragmatismo de salvar una vida y atender un dolor, poner allá sus énfasis, ser menos dado a la reacción automática frente al ruido y guiarse por intuiciones más silenciosas.
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