Por: Pascual Gaviria Uribe
Un reino anunciado durante más de un año, un reino de puertas abiertas, con las invitaciones silenciosas y ocultas que se entregan todos los días, un reino plagado de advertencias y fantasmas y condenas ¡Qué digo un reino! Mejor una fortaleza, una prisión. A ese lugar fui invitado hace un poco más de quince días por un anfitrión desconocido. Y llegué sin mayores asombros, siguiendo los dolores indicados, aceptando muy pronto que la fiebre era una garantía de estar en sus habitaciones, que no era un asunto de imaginación. En apenas veinte horas me entregaron la confirmación de mi llegada: la prueba médica como llave, un pequeño instrumento para medir el oxígeno y la presión arterial, treinta pastillas y consejos acompañados de compasión.
Un chuzón en el pecho había sido una primera advertencia, como el índice que nos señala de una culpa con golpes secos en el esternón. Luego las piernas para advertir la debilidad que viene y más tarde la presión en las cuencas de los ojos, no se sabe si con intensión de sacarlos o hundirlos. El efecto en los ojos tal vez tenga que ver con el necesario llamado a ocultarse, a vivir en el claustro de los apestados. El único contacto que se mantuvo siempre fue el de la vigilancia tortuosa que entrega el teléfono. En esta instancia las enfermeras y los médicos no hablan, solo titilan. Cuando me sentía como el más triste de los pájaros, en pijama, abriendo y cerrando los brazos para respirar hondo y alejar la presión del pecho, justo en ese momento algo vergonzoso frente al espejo, timbraba el teléfono: “¿Podría enviarme sus signos vitales?”. “sin voluntad ni para lavarme los dientes”, hubiera sido siempre la respuesta apropiada.
En medio de la clausura se impone una especie de diadema que hace presión sobre la cabeza para dosificar los mareos y sacudir el mundo. Imagino que esa misma presión es la que entrega una sensibilidad exacerbada al inquilino. Recuerdos inesperados, resignaciones que parecían olvidadas, las ansias de resarcir algunas ofensas ya caducas… Todo viene en medio de la fiebre y parece tan irreversible, tan poderoso. La peor televisión me hacía llorar generando el doble castigo de la sensiblería y la falta de voluntad para si quiera cambiar el canal. Pero para el descanso estaba la noche: un nado desconcertante entre sudores y escalofríos en las piernas. Solo el agua servía como salvación, el agua que se agotaba en las noches y al mismo tiempo obligaba al baño donde la talla de la taza era cada vez un poco más amplia frente al cuerpo. Pero no todo era sensibilidad a flor de piel, también estuvo la privación de los sentidos. Sin previo aviso la fruta salvadora de la mañana ahora era una papilla insípida y la sopa un potaje para la supervivencia. Masticar como un acto de fe, como un ejercicio tan triste como ese de respirar y levantar los brazos.
El despertar, o mejor, el amanecer, era sobre todo un sobresalto acerca de las posibilidades de la mejoría. Casi siempre un alivio, algo de ánimo, pero la estadía iba pesando hora a hora y luego de la siesta, más imposición que descanso, era el momento de las nuevas fiebres y el abatimiento. Una burla sin duda, una manera de vencer también la mente y la confianza. La música sonaba afuera como algo extraño, cómo algo ajeno y lejano. No apta para la gente en la fortaleza.
La suerte quiso, además, que en la mesa de noche estuviera dispuesta La montaña mágica, novela de apestados que viven en un elegante desahucio. Tembloroso pasé más de 400 de sus páginas, casi viviendo entre esos personajes que tosen para existir, llevan su tabla de temperatura, ven admoniciones en las sombras de sus pulmones y terminan por apreciar su enfermedad como lo único que los hace singulares. La novela va por la mitad, y parece que yo he logrado salir del Sanatorio Berghof.
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