Por: Pascual Gaviria Uribe.
Una ciudad habitada por múltiples venganzas. Una ciudad desconfiada e indolente, donde los muertos son solo un asunto privado, una tragedia íntima, una fatalidad de la que debe encargarse cada familia por separado. No hay tiempo ni energía para las compasiones ajenas ni los duelos colectivos. “Guarden la fuerza para su propio dolor, ya les llegara su turno”, parece sugerir la lógica en ese valle.
En el Medellín de hace unas décadas, luminoso y siniestro, transcurre la película Matar a Jesús. El asesinato de su padre, de la directora y la protagonista, desata múltiples preguntas sobre la justicia y el desquite, sobre el castigo que merece el asesino y la forma de resistirse a la violencia, de contener las ganas de matar y comer del muerto.
Paula, la protagonista, ha reconocido al sicario que mató a su padre y comienza una persecución que es a su vez un proceso de seducción y conocimiento. Por una vez, la ingenuidad de la joven universitaria parece tener un poder sobre el sicario curtido, ella puede mirar al verdugo, puede planear su muerte y arrepentirse, puede seguir las pistas que entrega Jesús, caminar por esos pasadizos de barrio, por esas ollas y esos miradores hasta dónde él la lleva y le muestra su vida y obra. Ella lo retrata, le dispara con su cámara mientras él intenta cubrirse. En el cuarto oscuro, los ácidos revelan por igual las fotos de la víctima y el victimario, las fotos del padre de Paula y de su asesino aparecen sin remilgos, tardan el mismo tiempo, dibujan los perfiles sin marcar al culpable y al inocente. Jesús ha comenzado a ser un joven común de 24 años, un matón inspirado por un odio abstracto, un odio que vende sin remordimientos.
En un momento, cuando intenta enseñarle a Paula a disparar su fierro, le dice con una fiereza instintiva, “eso tiene que ser con odio, tiene que disparar con odio o sino no se muere ese pirobo”. Pero ahora es un poco más que un matón en moto, ha adquirido algunas señales particulares.
Dos jóvenes de 24 años, de orillas distintas en la ciudad, comienzan a compartir las mismas rutas sobre un abismo distinto. Los dos sienten que pueden entregar la vida, que hay razones suficientes para un cansancio prematuro, que los riesgos se justifican.
El amor está prohibido entre esa pareja, todo es un juego de tanteos, un intento por descifrar a esa especie de adversario con el que ha tocado compartir. Es inevitable una cierta conmoción cuando el verdugo comienza a cuidar a su víctima, cuando Jesús busca una venganza -es de lo poco que tiene para demostrar- al enterarse de que unos ladrones baratos le robaron y le pegaron a Paula por andar en cruces que no son los suyos.
Buscando los actores naturales de su película, Laura Mora, directora de Matar a Jesús, se dio cuenta de que la ciudad tenía regados los personajes de su drama personal y familiar. Esa búsqueda sirvió como una especie de confirmación de que su dolor iba a ser compartido por miles de personas, de que su sentimiento de vacío y de rabia tiene interpretes agazapados en cada esquina de la ciudad. Más de una década después Medellín sigue entregando actores naturales para las tragedias que han repetido muchas de nuestras películas. Hay material, dirían los más insolentes.
A los críticos de las películas que se encargan una y otra vez de la violencia local habría que decirles como Susan Sontang en su libro Ante el dolor de los demás, que la mirada del artista debe ser, literalmente, despiadada, y la imagen debe consternar. Eso nos pasa con la ciudad mirada desde arriba en Matar a Jesús, la vista sobre una ciudad indefensa y feroz.
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