Por: Pascual Gaviria Uribe.
Han ido llegando por necesidad. Acompañados de rabia y desespero, atraídos por un pequeño imán que promete un contacto, un escampadero temporal, una farmacia con todas las letras. Brillan en una ciudad hospitalaria a su manera, recelosa muchas veces, ensimismada casi siempre en su acento, sus gustos, sus miedos. Llegan buscando las periferias, trepando a las laderas donde el tesoro de unos dólares encaletados rinde un poco más en las tiendas.
La primera noticia de esa pequeña migración llegó por la llamada de una amiga periodista que conocí hace unos años en un viaje y ahora intentaba traer a sus padres hasta el apartamento que compró con su hermano en las lomas de Robledo. En pocos años Medellín había pasado de ser destino turístico a destino a secas.
Pero la verdadera magnitud de esa marcha la viví el sábado anterior en medio de una caminada desprevenida por la ciudad. En el parque de El Poblado estaban unos doscientos venezolanos, muchos con la camisa vinotinto de la selección y una gran bandera en el suelo del escenario improvisado. Una protesta de lejos es sobre todo una oportunidad para la solidaridad y el desahogo personal. Dos megáfonos intermitentes y un cuatro formaban todo el aparataje de la manifestación que servía sobre todo para llenar planillas y recuerdos.
Para el canto a capela del cumpleaños a Leopoldo López todos los presentes se pusieron de pie y los dos o tres patos que estábamos “infiltrados” en la reunión nos paramos espantados. El canto entusiasta del cumpleaños a un político genera de por sí una pequeña incomodidad, cuando ese político está a miles de kilómetros de distancia genera incredulidad y cuando ese político está en la cárcel por la sencilla decisión de otro político ya se produce un desconsuelo definitivo. La escena resultaba lánguida amenizada por los dados del parqués de los lugareños que oían sorprendidos.
Abandonamos el parque y pasando la calle estaba La casa del pan de jamón, un local que lleva cerca de un año y se ha convertido en la vitrina para que no todo sea arepa venezolana en las referencias culinarias del vecino. La caminada siguió hasta la tienda de un barrio de mecánicos y allí apareció una conversación inesperada. Cuatro hombres que mostraban haber terminado su jornada laboral hacía poco hablaban solo en números, parecía que cada uno tuviera una calculadora para preparar su frase. Comparaban sueldos y precios antiguos, alardeaban con mercados de otro tiempo, movían las tasas de cambio, contaban sus pesos actuales y se reían condescendientes de los amigos y familiares dejados atrás. Se tomaban sus cervezas con juicio y atendían a los cuentos de quién parecía ser el jefe de la manada, el más curtido en las lides paisas. Nunca hablaron de nada distinto a números y saldos añorados, odiados, presentes.
Ya en la noche, en Carlos E. Restrepo, barrio que se mueve al ritmo de las universidades cercanas, el carrito de arepas venezolanas sirvió para acompañar las cervezas de la tarde. Tenía menos de seis meses compitiendo con los perros omnipresentes, los sánduches con humos gourmet y los chuzos de estadio de La Iguaná. Todos los encuentros del día fueron casuales, anunciados por el acento, las estrellas de la bandera, los anuncios de las delicias culinarias.
En todas las caras, en el tono de la voz, en el semblante, se advierte algo de angustia y alivio, un aire de incertidumbre que se cierne sobre los recién llegados que aún no saben si se quedan o se vuelven.
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