Por: Pascual Gaviria Uribe.
En muchos municipios del país la elección del alcalde ha sido siempre un asunto de obediencia debida o pagada. Importan más los padrinos que los candidatos. De modo que todo termina en contrato y poder por interpuesta persona: el elector vota por un jefe encargado de señalar al candidato, y el elegido gobierna según las señas, las mañas y los intereses de su poderdante.
En el camino han resultado electos escoltas, conductores de volqueta, sobrinos turbios, primos bobos, concubinas, consortes y ahijados sosos. Los pueblos son un poco más dados que las ciudades a sufrir de esa jefatura que devalúa el poder del votante y las capacidades del elegido.
En Medellín se han quemado los candidatos de algunos barones en su mejor hora: de los Valencia Cossio, de Luis Alfredo Ramos, de Bernardo Guerra Serna. Incluso en la pasada elección los candidatos de Uribe a la alcaldía de Medellín y la gobernación de Antioquia fueron derrotados. El expresidente no tenía partido propio y su figura era codiciada en la tarima y desobedecida en los directorios. Uribe terminó haciendo campaña con desgano a manera de castigo para los desobedientes.
Pero el expresidente ha vuelto con bríos y un muñeco inflable a falta del don de la ubicuidad. Según una última y dudosa encuesta Medellín estaría cerca, a pesar de sus alardes de innovación, su presupuesto billonario y su facha pantallera, de elegir alcalde con la lógica de los pueblos con patrón de plaza. Siguiendo los modales democráticos de Bello o Tuta, de Lorica o Cereté, de Majagual o Itagüí. El señalado de turno es Juan Carlos Vélez Uribe, quien tiene como grandes virtudes el juego trocado de sus apellidos, haber prestado servicio militar en Urabá y ser un incondicional hasta rayar con la devoción. Cuando le preguntaron hace cinco años qué papel jugaría Álvaro Uribe en la política luego de terminar su periodo, dijo con convicción que el país buscaría que fuera “como una especie de ‘papá’ del próximo presidente”.
Lo triste es que el hijo adoptivo de Uribe Vélez no conoce la ciudad que pretende gobernar. No vive en Medellín desde hace al menos 15 años, cuando fue elegido para regentar la Aeronáutica Civil, luego fue congresista de la mano de su acudiente y más tarde director de Anato como periodo de vacaciones. Desde que fue concejal de Medellín entre 1994 y 1997 el ahora candidato no ha planteado una solo idea respecto a la ciudad. Su lema es la seguridad y es seguro que no sabe que la actual administración ha doblado en presupuesto en ese campo, que se han firmado acuerdos con la fiscalía y la ciudad cuenta con una unidad especializada para homicidios, que hay estudios de la academia que se ejecutan con policías en las calles. Lo suyo es el manido y riesgoso discurso de las redes de cooperantes, la ciudad vigilada con drones, los chips instalados en las motos. Un policía con un visor nocturno es su idea de seguridad.
Por simple madurez, Medellín debería elegir entre quien ya se probó en un periodo y ha dedicado su vida a pensar y escribir sobre los problemas de la ciudad y quien fue su concejal en dos periodos recientes, ya se mostró una vez como candidato y ha entregado durante años respuestas concretas para los problemas concretos, y no un libreto viejo dictado por otro. Salazar y Gutiérrez, con discursos opuestos muchas veces, son candidatos que se pueden descifrar, que han propuesto y han actuado, que no piensan en Iberia cuando oyen Tenerife y no necesitan la bendición de su tutor. Siempre será mejor un alcalde con fogueo que la pálida ficha del corifeo.
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