Por: Pascual Gaviria Uribe.
La política es el mundo de la imperfección, de los arreglos de última hora, de las transacciones que impone la realidad o el enemigo. Solo la ficción de los discursos se escribe bajo un plan determinado, bajo una sola mano que intenta esconder defectos y resaltar virtudes, convencer con una mentira emotiva, ojalá corta y sencilla.
Pero las decisiones, las leyes, incluso las sentencias, son siempre deformadas por la tiranía de la realidad, por la bilis de los rivales o la tonta esperanza de los aliados. El material de la política no deja muchas esperanzas sobre el resultado. Maquiavelo, el más grande relator de esa ciencia amarga, nos dejó una descripción precisa de la sustancia protagonista: los hombres siempre “ingratos, volubles, simuladores, rehuidores de peligros y ávidos de ganancias”.
La disyuntiva del domingo pasado era el producto de la cuestión política más trillada en el país en las tres últimas décadas. Era sin duda una decisión entre lo posible y lo ideal. Entre el primer acuerdo palpable tras los intentos con las Farc en al menos cinco gobiernos sucesivos y la gran posibilidad de que tras el mundo ideal encontráramos una mueca de pasmo y unas visiones ya viejas de la violencia.
Por supuesto a la imperfección partidista se agregaba la dificultad de integrar como adversario al enemigo a muerte. No se trataba solo de un pacto partidista sino de algo parecido a una rehabilitación democrática. De entregar un poco de generosidad luego del dolor, de asumir algunas culpas desde el Estado y la sociedad para no asimilar la contrición propia con la debilidad o la humillación. Se trataba sobre todo de olvidar un enemigo, de despedirlo y transformarlo en humano luego de convivir con esa imagen difusa de demonio, de renunciar a la idea de su aniquilación. Idea que, por cierto, se intentó por los métodos más brutales y nunca se logró llevar a cabo.
Tal vez estamos dispuestos a que un poco más de justicia, algunos años de cárcel para cabecillas, traiga un poco más de violencia. La amenaza es cierta y el limbo de los combatientes rasos y los mandos medios hacen que las decisiones estén ahora en muchas manos. Es posible que el largo cese al fuego nos haya hecho olvidar la amenaza latente que se jugaba. Los cabecillas que parecían férreos son ahora políticos derrotados frente a la tropa. Tal vez la división de la sociedad haga lo mismo con las Farc y las anunciadas Farcrim lleguen antes de tiempo.
De las dificultades de la reintegración coordinada pasamos a la incertidumbre armada. El ejército ilegal más grande del país a la espera de la rebatiña política frente a las elecciones del 2018. En busca de una solución ideal en manos del más imperfecto de los mundos.
Jesús Silva-Herzog ha descrito de la mejor manera la dura realidad de las encrucijadas democráticas, no las del alma: “La política llevará siempre las marcas fastidiosas de la fuerza, el azar y el conflicto, tercos aguafiestas de la perfección”.
La necesidad de un enemigo brutal, un enemigo que define las propias ideas, que las protege y les da sentido alentó al más importante partido tras el voto del NO. Sin ese antagonismo a muerte de la política más primitiva temían un debilitamiento, los angustiaba la falta del fantasma, la ausencia del miedo.
El odio fue una gran herramienta a la mano. Willawa Szymborska lo describe con el instrumento perfecto de la poesía: “¿Desde cuándo la hermandad puede contar con multitudes? ¿Alguna vez la compasión llegó primera a la meta? ¿Cuántos seguidores arrastra tras de sí la incertidumbre? Arrastra sólo el odio, que sabe lo suyo”.
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