Por: Pascual Gaviria Uribe.
Seis años antes de que Neil Armstrong se bajara en la luna, Italo Calvino se divertía entregando sus cuartillas surrealistas para los periódicos Il caffè e Il Giorno.
Las páginas de astronomía chiflada se agruparon en 1965 bajo el título de Las Cosmicómicas. Todas comenzaban con una premisa científica hasta deformarse en un relato disparatado de los tiempos primigenios, tiempos sin tiempo y con espacios comprimidos. El protagonista es el viejo Qfwfq, un hombre bien conservado a pesar de tener más o menos la edad del universo. La primera de esas historias narra los tiempos en que la luna “estaba muy próxima a la tierra”. Momentos, creo, cercanos a ese gran encontronazo que hizo que tierra y luna se separaran en dos masas que se vigilan con recelo.
Mientras los astronautas norteamericanos describieron el olor de la luna como áspero, cercano al regusto de la pólvora quemada, “como si alguien hubiera disparado una carabina aquí dentro”, dijo Gene Cernan cuando se quitó su casco al regresar al módulo lunar del Apolo 17; los personajes de La distancia de la luna hacían excursiones en una pequeña canoa con una escalera para llegar a la superficie lunar, “que se iba asemejando al vientre de un pez, y su mismo olor, por lo que recuerdo, era sino precisamente de pescado, apenas algo más tenue, como de salmón ahumado”.
La de Calvino era una luna filosa, de “punzones cortantes y bordes mellados y aserrados”, algo parecido a una gran roca de zinc. Los astronautas por el contrario pisaron una “superficie suave como la nieve, aunque extrañamente abrasiva”. La ciencia ha hablado de una corteza rígida que amplifica los sismos al interior de la luna como su fuera una campana recién golpeada por el badajo. La cercanía del mar con la luna de Calvino, tanta que “había noches de luna llena baja baja y de marea alta alta que si la luna no se bañaba en el mar era por un pelo”, hacía que caracoles, pequeños pulpos, medusas, cangrejos y algas, orbitaran entre el mar y la luna como una molesta nube de insectos.
Por alguna extraña razón, al parecer para comprobar posibles efectos nocivos que podrían tener las muestras recolectadas por los astronautas, luego de las misiones las rocas y el polvo lunar fueron guardados en recipientes herméticos con peces, camarones, ostras e insectos entre otros animales. Pero los miasmas lunares resultaron inofensivos.
Los espejos, retroreflectores para ser exactos, dejados por las misiones del Apolo 11, 14 y 15 han comprobado la tesis científica que dio origen a la fantasía de Calvino. Esos reflejos de luz que van y vienen nos dicen que la luna se aleja de la tierra 3.8 centímetros cada año. Tanto que cada vez hay que añadirle un peldaño a la escalera del señor Qfwfq.
Las excursiones de Armstrong y Aldrin fueron distintas a las cotidianas de los personajes de Las Cosmicómicas. La primera estadía de los astronautas en la luna duró 21 horas y 36 minutos, y luego de las caminatas dejó un botín de 21.5 kilos de rocas. Los calvinistas iban por un producto distinto a esa luna al alcance de la mano: “Íbamos a recoger leche con una gran cuchara y un cubo. La leche lunar era muy espesa, como una especie de requesón (…) Se componía esencialmente de jugos vegetales, renacuajos, betún, lentejas, miel de abeja, cristales de almidón, huevas de esturión, mohos, pólenes, sustancias gelatinosas, gusanos, resinas, pimienta, sales minerales y material de combustión”.
Es posible que ninguno de los 12 hombres que llegaron a la luna haya leído a Calvino, un escritor nacido en Cuba como huella sospechosa. Valdría la pena el envío a vuelta de correo para que supieran de ese gran peldaño para la humanidad.
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