Por: Pascual Gaviria Uribe.
La escena sucedió en diciembre de 2017, en el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY), en La Haya, ciudad severa y misericordiosa, sede de tribunales especiales y de togados de cientos de países, escenario de columnas sólidas y balanzas precisas.
Un hombre oye su condena de pie, con su traje de corbata y unos audífonos que traducen la sentencia a su idioma. Mira al frente con el ceño rígido mientras el magistrado lee el fallo con voz monótona, como si prescribiera una receta para una enfermedad común. Luego del veredicto el ambiente formal y silencioso del tribunal, donde cada cual guarda una compostura casi sagrada, se ve sacudido por un grito y un extraño acto de histrionismo: “Slobodan Praljak no es un criminal de guerra, rechazo el veredicto”, inclina su cabeza hacia atrás y con su mano derecha se toma el veneno de un pequeño frasco, con ímpetu, con furia y determinación.
El magistrado, todavía sereno, le da la orden de detenerse y sentarse, pero su cuerpo ya solo obedece al dictado del veneno. Sus abogados lo miran con curiosidad, el magistrado se queda unos segundos paralizado, con la boca abierta, como si fuera un espectador en una obra de teatro a la que fue invitado a última hora. Luego intenta seguir con el fallo a otros acusados. Pero ya todo es revuelo, ahora los magistrados auxiliares corren y hacen de médicos improvisados mientras el condenado se retuerce en el suelo, ya los defensores hablan en otro idioma y advierten que el el hombre ha dicho que bebió un veneno mortal. El juez ni siquiera logra terminar la frase con la que intenta suspender el juicio.
El suicidio de Praljak, escritor y director de cine y teatro, filósofo y general de las tropas bosniocroatas durante la guerra que desintegró a Yugoslavia, recuerda una frase cruenta de El mercader de Venecia: “(…) pues ya que reclamas justicia tendrás justicia, más de la que quisieras.” La condena a veinte años se convirtió en pena de muerte. Otros dos condenados por ese mismo tribunal murieron ahorcados en sus celdas de una forma más discreta.
La frase de un juez en el drama de Shakespeare y las penas menguadas convertidas en penas de muerte, recuerdan el actual clima justiciero en Colombia. Desde muchas orillas se clama severidad, se grita firmeza, se mira a las celdas como única solución para el sosiego nacional. En El Mercader de Venecia un hombre reclama una libra de carne de su deudor, así lo dice su pagaré, no se le antoja recibir dinero a cambio, no está obligado a la misericordia. Quiere estricta justicia y respeto a las leyes de la ciudad. No le interesan los desagravios blandos. No quiere saber de las consecuencias de su derecho a esa libra de carne cercana al corazón, se impone la “tiranía del rencor”.
En Colombia solo un 20%, tal vez un poco menos, de los homicidios terminan con un condenado. Pero hay obligaciones que imponen el odio y la política. Hay acuerdos que no puede permitir la conciencia, “el instinto gobierna de tal modo nuestras pasiones que las lleva a decidir qué es lo que aman y lo que odian.”
Se necesita un gesto de dolor, un veneno en la boca de los acusados, así sea más justicia de la deseada. Hay libras de carne que se han cobrado a cientos de excombatientes: es su cuota de sacrificio, dicen muchos con voz recia. Desdeñan las palabras en una historia hecha solo para la representación: “recuerda que en rigor de justicia ninguno de nosotros se salvaría: todos rezamos por misericordia y esta misma plegaria nos enseña a devolver los actos de misericordia.” Solo quieren hombres bajo la sombra.
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