Por: Pascual Gaviria Uribe.
Las consignas parecían inofensivas, ingenuas frente a la figura de un presidente que era una efigie del poder: “Pan, libertad y justicia social”, “El pueblo quiere la caída del régimen”. Han pasado cinco años desde la celebración en la Plaza Tahrir por la caída de Mubarak. Los grafitis son ahora algo más complejos, sobre todo dibujos con el rostro de los muertos y los presos que ha dejado la llamada revolución.
La euforia que sirvió de amalgama a jóvenes laicos, a la izquierda, a los hermanos musulmanes, a las logias liberales y a quienes apenas hacían sus primeros gritos en política se ha convertido en apatía, y la Plaza Tahrir es una especie de campamento militar. Egipto ha celebrado siete elecciones en los últimos cinco años, pero las libertades y los derechos dependen de la firma del presidente Abdelfatá Al Sisi en 170 decretos ley.
El uniforme militar todavía se ve muy claro bajo la corbata del presidente. Un “mariscal” que a diferencia de las momias que regían al ejército en la era Mubarak tiene la capacidad de reírse, y de ordenar la cárcel para un joven que lo dibuje con las orejas de Mickey Mouse.
La inversión en los números de participación electoral refleja el fin de la confianza ciudadana en la vía democrática, la poda en la oferta de opciones políticas y la efectividad de un régimen para reinventarse y ponerle freno a la efervescencia social. En las elecciones presidenciales de 2012 que terminaron por elegir a Mohamed Morsi (duró apenas un año largo en el poder) votó el 62% del electorado, en las parlamentarias de octubre pasado solo el 26% de los egipcios habilitados arrimaron a las urnas. No participaron los Hermanos Musulmanes, ahora partido ilegal asociado al terrorismo, y los partidos de izquierda declararon un boicot.
A pesar de las multas prometidas a los abstencionistas salieron a votar lo que aquí llamaríamos la clientela de las maquinarias: funcionarios públicos que reclamaron su día libre y conservaron su puesto, miembros de los partidos y electores agradecidos por los 15 o 20 euros que en promedio que se pagaba por voto, según investigadores extranjeros.
Nadie puede decir que la gente no lo intentó, que no hubo coraje y sangre, pero muchas veces las revoluciones no son de quienes las hacen sino de quienes imponen una noción de orden tras los levantamientos. La mitad de la población de Egipto tiene menos de 25 años y en buena medida muchos de esos jóvenes fueron los responsables de la caída de dos presidentes en cinco años: Mubarak, el último gran dictador, y Morsi, el primer presidente elegido democráticamente. Y entregaron los suyo en medio de las consignas simples.
Se calcula que 1000 ciudadanos murieron, cerca de 5000 resultaron heridos y 1000 fueron desaparecidos durante los primeros días de las manifestaciones en enero de 2011. Pero una cosa era compartir las consignas y otra las decisiones de un gobierno inspirado en la Sharia.
Las manifestaciones multitudinarias contra Morsi y la soberbia de los Hermanos Musulmanes en el poder terminaron con la arremetida del ejército sobre los partidarios del presidente. La Plaza Tahrir contra las plazas de Rabaa al Adawiya y al Nahda. Según Amnistía Internacional entre junio de 2013 y enero de 2014 se sumaron otros 1400 muertos por razones políticas y cerca de 40.000 detenidos. Hoy pasan por la cárcel los artistas que pisan la línea de los decretos presidenciales y el dueño del principal diario privado.
La hermana de uno de los primeros mártires de la revuelta de 2011 lo confirma mientras intenta no caer en la resignación: “Estamos mucho peor que antes de la revolución, pero tenemos la obligación de la esperanza.”
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