Por: Pascual Gaviria Uribe.
La guerra de los políticos ha resultado más férrea y duradera que la guerra de los fusiles.
Mientras guerrilleros y militares se dan la mano en las zonas de concentración y encuentran afinidades en sus caras, en sus gustos y sus tragedias luego de años de odio y plomo, algunos políticos intentan que sus diferencias, señalamientos y discursos sigan marcados por el conflicto armado. Temen perder la posibilidad de señalar a los rivales como enemigos, quieren incendiar un poco y que la gente siga verraca.
Entre nosotros la política es la perpetuación de la guerra por otros medios. Tal vez sea un signo de nuestra historia de partidismo a muerte.
Hace poco decía Malcom Deas, hablando de nuestra violencia liberal-conservadora, que en “ningún otro lugar la movilización política fue tan prolongada ni involucró de manera tan comprometida a tan gran parte de la población…” Es posible que esa herencia nos lleve a la necesidad de elegir un bando político que muestra opciones sencillas, que simplifica y define al mundo con frases fáciles como “los buenos somos más”. Seguir acudiendo al adversario político más burdo, al que más rechazo y miedo genera, al más torpe y dogmático es solo un intento de supervivencia, una nostalgia frente a la política más elemental y un terror a enfrentar adversarios y problemas más complejos.
Luego de cinco años de ocupar por completo la discusión nacional, el proceso con las Farc ha dejado de ser un tema de interés para los medios y los ciudadanos. Al parecer, solo la crispación política hacía del proceso de negociación un hecho central en Colombia. También el cubrimiento de la guerra fue durante años el tema principal de la prensa que convirtió algunas expresiones macabras en lugares comunes. Al menos un lustro el tema principal de organizaciones civiles en las ciudades y de los titulares de prensa fueron los acuerdos humanitarios y movilizaciones frente a delitos como el secuestro.
El conflicto y los pulsos políticos en torno a sus posibles soluciones fueron durante años el centro de todos los debates: bombardeos y elecciones, secuestros y reelecciones, ataques a estaciones de policía y estados de sitio, negociaciones y curules… Ahora que la concentración de las Farc es un hecho el proceso de paz ha perdido visibilidad e interés.
Los acuerdos que supuestamente iban a generar la irrupción de un enemigo a muerte en las ciudades e iban a dejar la política en manos de criminales, ahora suceden demasiado lejos, son historias campesinas sin mucha capacidad para inspirar o indignar a los citadinos. En vísperas de los retos más importantes el proceso ha pasado a ser una maraña jurídica y una expectativa de tercer orden.
Y los pocos debates que aún sucita no están dedicados a pensar en el futuro que puede traer la desmovilización de las Farc en las regiones, en las amenazas que supone el final del control armado de la guerrilla y la posibilidad del ya conocido reciclaje criminal, en la manera como se pueden integrar un poco las ciudades intermedias y los municipios que vivieron el conflicto durante años, en la obligación de lograr por primera vez proyectos viables de sustitución de cultivos; al contrario, los políticos parecen empeñados en hacer retroceder el debate y la realidad, en volver sobre los temas resueltos, en empeñarse en el odio invocando la justicia, en convertir un proceso que involucra a miles de personas en un pulso entre los poderes electorales de unos cuentos.
En caso de que ese sea el único escenario para que los medios y la ciudadanía vuelvan a mirar el cierre del conflicto, es preferible la silenciosa indiferencia.
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