Por: Pascual Gaviria Uribe.
Lo primero será extrañar al gran enemigo, añorar su torpeza y las oportunidades que ofrece siempre un blanco fácil. No podrá persistir en esa batalla, no tendrá a la mano la amenaza a la que tanto se acostumbraron sus partidarios para llamar a la unidad, al patriotismo, al linchamiento. Tendrá que buscar nuevas miras, cambiar de cruzada, invocar nuevas victorias, porque luchar contra una sombra solo deja ver la paranoia y el ridículo. La mano que Uribe le ofreció a Victoria Sandino en la instalación del nuevo Congreso, es de algún modo el reconocimiento del fin de un enemigo que le prestó grandes servicios. “El enemigo es el cuerpo de nuestra propia pregunta”. Nunca es fácil cambiar de interrogantes y de respuestas.
Lo segundo será el alivio de encontrar algo más lejos el abismo que advertían sus padrinos y partidarios. Iván Duque pasó casi sin solución de continuidad de la burocracia internacional a las campañas políticas. Digamos que en su oficina en Washington estaba acostumbrado a respetar las cifras, a pensar los datos, a ver la honestidad intelectual como una virtud y no como una debilidad. Luego llegó a lidiar con los estrategas de la mentira y los compañeros que no cuidan las comunicaciones. Ahora, más cerca de los informes que de los discursos, sabrá que el infierno está más lejos de lo anunciado, y que los indicadores son siempre un arma arrojadiza.
Luego vendrá la mezquindad, casi siempre disfrazada con adulaciones y medallas en el escenario de la política. Duque está acostumbrado a una bancada ordenada según las reglas de un patrón inflexible, a un partido que es sobre todo un corrillo alrededor de un hombre vociferante. Una bancada para dejar constancias: “Para hacer ruido se elige a la gente más pequeña, los tambores”.
Ahora tendrá que lidiar con partidos recién llegados a su gobierno, políticos que saben que todavía no es hora de mostrarse ávidos, pero que en la primera oportunidad le darán un pinchazo como advertencia, luego dejarán algo fétido en su atril a manera de amenaza y al final no dudarán en dar el zarpazo. La pequeña anarquía de hace unos días para nombrar comisiones y “dignidades” en el Congreso, mostró algo de lo que se viene. Ese salón será el escenario de sus principales debilidades, sobre todo porque ahí está su principal protector, su dependencia, el recuerdo de su vasallaje.
Su gabinete entrenado sobre todo en las juntas empresariales sufrirá un duro golpe contra la papelería del Estado, contra la tortuosa obligación de llenar las formas de la burocracia. Los militares no obedecen como los tenderos, los hospitales de Córdoba y Sucre no se trapean como la Fundación Santa Fe, las licencias ambientales no se tramitan con descuentos y los profesores no obedecen con la mansedumbre de los vendedores por catálogo. Vendrá la furia de los gerentes a la que la burocracia es indiferente, y la impotencia y la renuncia y el hambre de los políticos que soltarán con sorna una frase conocida: “Se los dije”.
Todo eso sucederá mientras el nuevo presidente lee el censo en la soledad de su oficina, con los retratos y los demonios de Palacio observando al joven aprendiz que toma notas y subraya sus cuadernos recién forrados. Mientras tanto, afuera, estarán los guerreros de siempre, los expertos en selvas, montes, política, gentes, muerte…, quienes han pasado de guerrilleros a paracos, de paracos a pillos a secas, de pillos a disidentes.
Aprenderá, en últimas, que la banda presidencial es también una soga.
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