Por: Pascual Gaviria Uribe.
No queda más que compadecerlo. Está sometido al peor de los oficios, uno que incluye la farsa y la solemnidad, que puede mover a la muerte y a la risa con un mismo gesto, que no permite el silencio y obliga a mirar a los ojos al circo y la tragedia.
Todo son urgencias según el tono y la premura de sus ayudas de cámara, sus componedores de discursos, sus consejeros de última hora. En el avión, desde lo alto, a vuelo de pájaro, tiene tiempo de improvisar una palabra propia para cada uno de los interrogantes que agitan aguas y levan polvo allá abajo. El atril con el escudo patriótico y el micrófono presto es su patíbulo. Y así, con la banda presidencial sobre el pecho y el ceño fruncido que mira por la ventanilla, en medio de la agitación de sus segundos, el hombre sabe que tiene un primero que lo observa con atención, que lo oye y lo evalúa día a día. Sabe que su acudiente es también una especie de enemigo.
El viernes en la mañana estaba invitado a una significativa explosión. Un edificio maldito iba ser destruido como homenaje de pólvora a las víctimas. Se inauguraría una nueva era. Además del ruido habría concierto, algo de gala y besamanos.
La estampa del presidente basta y sobra. Y cuando la sola presencia es suficiente homenaje, las palabras se desdeñan como simple añadidura. De modo que no importa soltar las más tristes y más gastadas mentiras: “…el evento que va a ver el mundo el día de hoy significa la derrota de la cultura de la ilegalidad y el triunfo de la cultura de la legalidad…Significa también la resiliencia, la fuerza y la grandeza del pueblo colombiano y antioqueño que tuvo que soportar por años esta violencia y que se ha parado siempre firme y ha sido capaz de superarla con convivencia, con una clara convicción del imperio de la ley…”
Pero no todo el mundo estaba atento al complejo de culpa de una ciudad mediana en Colombia, una ciudad en muchas partes acorralada por el control de los ilegales, por sus amenazas y sus promesas, una ciudad heredera de narcotráfico de los ochenta que ha refinado sus mafias y hoy es sede de 10 de las 23 más grandes organizaciones criminales del país. Está bien que las mentiras sean inevitables en el discurso de los políticos, pero el cinismo se puede evitar aunque sea un poco.
De nuevo al avión. Ahora iba rumbo a la frontera para atender compromisos con el hemisferio, para actuar en un escenario más severo y riesgoso. También había concierto. Al menos lo acompaña la música de fondo. Se trata de contraponer unos valores, de denunciar una opresión. Señalar a un reconocido maleante es una virtud indiscutible, un trabajo supuestamente sencillo.
Era un viernes de simbolismos. El problema es que el gesto humanitario puede traer consecuencias inesperadas. Y es fácil terminar como simple instrumento de mandamases: “Para hacer ruido se elige a la gente más pequeña, los tambores”. El sudor y los gases lacrimógenos alientan la grandilocuencia. De nuevo al atril: “Digamos las cosas como son: hoy en día eso es casi equivalente a lo que fue la caída del muro de Berlín…” El presidente hablaba desde el puente Tienditas como escolta de unos camiones con comida y medicinas para un país vecino. Acarreaba el apoyo de un presidente megalómano que lucha en su país por levantar su propio muro. Todo terminó en un repliegue y una refriega menor. En el avión de regreso pensó en dos palabras claves: paciencia y prudencia.
La primera de ellas le serviría para hablar en su próximo destino. Ahora hablaba desde un aeropuerto menor en un pueblo inundado en el Chocó. Esta vez no hubo música. El domingo pudo dedicarlo a las tareas de historia de sus hijas.
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