Por: Pascual Gaviria Uribe.
La ciudad está en el centro de un valle estrecho desde donde se extiende a las laderas del oriente y el occidente. Hace más de 100 años exhibe sus galas comerciales e industriales. Cada tanto los arrebatos de orgullo la impulsan a clamar por su independencia o su vocación capitalina. Un gran palacio metálico rodeado por un foso, cerca al río, encarna uno de sus grandes poderes.
También un edificio de cristal, en la orilla del mismo río, cuidado por un hombre en la postura del pensador, se levanta como una insignia de su imperio económico. En las ciudades satélites en el sur y el norte, “simples bodegas y rezagos de empresas en decadencia”, están las plantas de tratamiento del río. Esos suburbios sirven de filtro para purificar aguas negras que entran y salen de la ciudad.
Los habitantes de la ciudad central han mirado por mucho tiempo a las ciudades periféricas como sencillos campamentos para sus trabajadores. En “La Ciudad” se precian de haber encontrado una nueva forma de elegir a sus príncipes. Ya no pesan tanto los colores rojo y azul que por años marcaron las disputas, ya no se obedece tanto al jefe de turno, ya no se empacan las papeletas en un sobre marcado, ya hay más conciencia ciudadana, dicen. El último de los grandes príncipes, antes llamados caciques, hombre del bando rojo, arrió sus banderas en una derrota hace más de 15 años: “Claro que soy clientelista. Es que a mí me gusta ayudar a los amigos y a los pobres. El que tiene clientela es porque hace bien su trabajo…”
Por su parte, algunos trabajadores de los príncipes de la ciudad central -edecanes, secretarias, notarios, conductores-, habitantes de la periferia, siguieron eligiendo sus mandamases bajo los métodos sabidos. Ordenaban a su gente en fila, le entregaban el ficho asignado a cada ciudadano-cliente y le daban un trabajo, una beca, un subsidio, una promesa. Saben llevar las actas necesarias y son unos genios para la contabilidad. Cuando los papeles no son suficientes para mantener el orden tienen hombres dispuestos a gruñir y a algo más.
Ahora las ciudades satélite en el sur y el norte se han unido bajo el color azul de dos grandes contadoras de becas, puestos y votos. Las señoras, que no son bobas, han comenzado a copar el centro desde la periferia. Una pequeña revolución de secretarias contra sus antiguos jefes se urde desde las bodegas, las oficinas y los garajes ubicados en los extremos del valle. Ahora han decidido ir por la gobernación del reino. Hacen su política en silencio, sin discursos, sin apelar a las utopías ni a la adrenalina de la indignación o el prócer de turno, solo necesitan el número que se debe marcar al momento de la elección, y sus listas y sus actas. Son expertas en inventariar huellas dactilares.
Poco a poco la ciudad central irá cediendo su poder frente al orden sin escrúpulos que se ejerce desde los límites. Los filtros para las aguas turbias se irán deteriorando y el centro y la periferia se regirán bajo una misma lógica. Será necesario ir hasta las estaciones del Metro en las ciudades del sur y el norte para inscribir la cédula y marcar la cara del posible príncipe. Un escritorio con cajones de doble fondo, pluma y huellero será el nuevo escudo del reino.
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