Por: Pascual Gaviria Uribe.
El número de hectáreas sembradas con coca se ha convertido en un expediente electoral. La cifra se espera cada año con un ansia que recuerda el remordimiento de los alumnos en la encrucijada, la expectativa de los vengadores, el silencio del público previo a la sentencia definitiva del árbitro.
Quedan dos cifras en los titulares, el total sembrado y el aumento o disminución respecto al año anterior, y comienzan las retahílas, las recriminaciones, la fantasía, el terror, el ejercicio de la inteligencia que todo lo predice, el odioso se los dije. Hay más gritos y especulaciones respecto a la cifra de matas de coca que respecto al número de homicidios en el país.
Siempre vale la pena gastarle tres o cuatro horas al informe anual de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) que mira desde el satélite y en el terreno el negocio que nos atormenta. El consejo de las primeras páginas es tan claro como complejo: “superar la mirada centrada en el lote de coca”. El llamado es a dar una ojeada a los vecinos no cultivadores, al centro poblado más cercano, a las oportunidades para la economía lícita en la zona.
Una tercera parte de la coca está sembrada a 10 kilómetros o más de cualquier centro poblado, y el 80% de los centros poblados más cercanos a los cultivos son apenas corregimientos, caseríos o inspecciones de policía. El Estado aún no llega pero quienes van a comprar la hoja fresca cada día tienen mayores recursos y mejores ideas. Los extranjeros han tomado un papel clave en la puerta de las fincas donde se hace el primer negocio. Préstamos para insumos y capacitación lograron que el 43% de quienes siembran hagan algún tipo de transformación de la hoja en sus fincas. Cosa que hace unos años era bien extraña. El año pasado de las fincas con cultivos salieron 734 toneladas de pasta base de coca.
Los cultivos han estado desde hace muchos años en los mismos territorios, todo se reduce a una intermitencia que depende de la acción del Estado, los incentivos por precio, el dominio territorial, los negocios ilegales que asoman y hacen palidecer la coca. Un dato que sirve como gran lección de fracaso durante décadas: el 90% de los lotes identificados el año anterior ya habían sido detectados, fumigados o erradicados entre 2001 y 2016. No se han movido ni la coca ni el Estado. Y cada día crece la concentración, los territorios afectados son menores y los 10 municipios más cocaleros tienen el 44% de los cultivos.
Ese top 10 se mantuvo casi intacto entre 2016 y 2017, solo salió San Miguel en Putumayo para darle ingreso a El Charco en Nariño. El valor de la hoja de coca cosechada en un año en esos 10 municipios es de 890.000 millones de pesos, mientras sus presupuestos sumados no llegan a los 600.000 millones.
Cuando hablamos de departamentos, Nariño, Putumayo y Norte de Santander tienen el 60% de los cultivos y están desde hace 6 años en los tres primeros puestos. Un dato que rompe el mito del acuerdo y las disidencias de las Farc como principal dinamizador del cultivo es el gran crecimiento, el mayor en 2017, en el Bajo Cauca antioqueño y Córdoba, en municipios que siempre fueron de dominio paramilitar y ahora son localía del Clan del Golfo.
La buena noticia es que los cultivos disminuyeron donde el Estado asomó la cabeza. Donde hubo proyectos de erradicación forzosa o sustitución la coca bajó 11% en promedio. Pasó en Tumaco (principal productor desde hace años), en Guaviare, en municipios del Norte de Antioquia, en los parques naturales donde se trabajó. Pero la intervención se dio solo en el 14% de los territorios cocaleros. En Caquetá y Putumayo solo el 1% de los cultivadores reportó pérdidas por acciones de la fuerza pública.
El actual gobierno tiene a más de 70.000 familias cocaleras inscritas en planes de sustitución. Familias que en promedio tienen ingresos de 12 millones de pesos al año por sus sembrados de coca y esperan opciones. Veremos si decide solo envenenar la receta.
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