Por: Pascual Gaviria Uribe.
Durante décadas las Farc han sido un ejército agazapado tras la retórica impotable de sus jefes. Aparecían las barbas risueñas de Arenas, el silencio ofendido de Marulanda, la arrogancia henchida de Reyes, el embozo de las gafas de Cano, la elocuencia desesperante de Trinidad, el cinismo campechano de Jojoy, la desconfianza dura de Márquez o la forzada formalidad de Timochenko.
Nos acostumbramos a despreciar los gestos de la plana mayor y a ignorar a los guerrilleros rasos, a los niños enfusilados, a los jóvenes que tapan todas sus frustraciones con el poder del AK, a los campesinos enlistados a la brava, a las mujeres en la rancha y el plomo.
El Ep que sirve de apellido a las Farc debería traducir “Ejército Pueblerino”, una masa informe y misteriosa que los mismos jefes escondían por estrategia de guerra y por vergüenza de sus ejercicios de reclutamiento.
La X Conferencia de las Farc nos permite ver muchas de las caras de ese ejército joven que enterró a muchos de sus compañeros de armas. La guerra contra las Farc se convirtió en un absurdo carrusel de muertes o desmovilizaciones seguidas del goteo de nuevos reclutamientos. Las grandes victorias del ejército disminuyeron la capacidad de fuego y daño de las Farc pero no impidieron un ritmo continuo de nuevos combatientes bajo la misma enseña guerrillera.
Desde 2003 hasta junio de este año se han desmovilizado de forma individual cerca de 20.000 guerrilleros de las Farc. Hubo años de hasta 2.500 desmovilizados individuales y sin embargo la guerrilla logró mantener una base que hoy se estima en 9.000 hombres y mujeres de fusil y 5.000 milicianos.
En 13 años el grupo guerrillero más viejo del continente renovó casi por completo su tropa rasa. Y la “materia prima” de esa renovación salió en su mayoría de las comunidades campesinas de cerca cien municipios. No son raras las historias de familias con varios hijos en la guerrilla o con hijos en cada uno de los bandos en la trocha. La estrategia de desmovilizaciones individuales y bombardeos debilitó a las Farc, pero resulta inútil e inmoral para acabar con una guerrilla cada vez más vieja en sus consignas y sus líderes, y más joven en su soldadesca.
Hace 18 años estuve secuestrado durante un mes por “hombres” de las Farc en las montañas cercanas a los municipios de Angostura, Campamento y Anorí. La escuadra encargada de los dos “retenidos” era muy cercana a lo que uno podría encontrar en un salón de colegio rural de octavo o noveno grado.
Tres pelaos, un campesino medio sordo que me prestó el radio al tercer día, un pillo de Medellín, con un tiro reciente en un pie, refugiado en la guerrilla y armado de un changón, y una comandante a quien mi compañero de encierro al aire libre llamaba con peligrosa socarronería “mamá Yuri”.
La comandante era la “maestra” de ese salón disparatado y disparejo. ¿Cuántos de esos tres muchachos habrán logrado sobrevivir? ¿Murieron en ese monte para ser reemplazados por sus hermanos menores o sus primos?
Sisi le decían al menor, era la mascota y sus marchas marciales con mis botas talla 42 eran la diversión de la tarde. Deyson era el cantante del grupo, la voz de los corridos guerrillos y los despechos carrileros a falta de los reales. Y Marino era el hombre serio de la niñada, mi rival de ajedrez y mi mayor interrogante tras una cara misteriosa que siempre imaginé digna de un boga curtido en los grandes ríos.
El fin de las Farc como grupo armado servirá para acabar el mecanismo de supuestos triunfos y continuos reclutamientos en comunidades cansadas de oír la expresión “zona roja”.
Tras el fastidio del secretariado, vale pensar en la tropa rasa, en el estado menor.
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