Por: Pascual Gaviria Uribe.
Una ironía geográfica quiso que Bogotá se asentara justo en el centro del país, a una altura suficiente para mirar a lado y lado desde la silla solemne de la Cordillera Oriental.
Se diría que la capital es una especie de altillo ilustrado que tutela con sapiencia la república que se desborda sobre valles y costas de costumbres dudosas. Para los más quisquillosos Bogotá es una imponente garita desde donde se ejerce vigilancia sobre las regiones. Pero Bogotá vigila, tutela, dispone y recomienda con el bastón de un profesor ciego y torpe que ha sentado a sus alumnos en un círculo riguroso.
El profesor, al que le es imposible agacharse por sus achaques, comienza a tantear y va rasguñando a sus alumnos con su vara, luego les pide que cambien de puesto, les enseña geografías que no conoce y les impone tareas imposibles. Al final entrega la nota y hace público el informe de actividades.
Cuando los buses de la capital ruedan sin demasiados sobresaltos, cuando sus parqueaderos cobran una tarifa aceptable y en sus paraderos de buses no se han robado uno o dos teléfonos celulares, Bogotá suele mirar hacia abajo a ver qué impudicia encuentra digna de repugnancia. Comienzan los medios a buscar el reporte de algunos muertos en sus redacciones regionales. Parlotean los turistas que han captado alguna escena que los sobrecoge y los subleva. Repuntan los moralistas para imponer prohibiciones y rematan los políticos al presentar una recusación o un proyecto de ley.
Tenemos entonces algunas semanas con imágenes de fiestas salvajes, con la reseña de escenarios políticos despreciables y los reproches sobre los pactos de desobediencia y soberbia. Las amonestaciones estéticas se dejan como postre a las redes sociales.
Lo más triste es que Bogotá tiene el poder de imponer a los provincianos sus tirrias, sus modales y sus filtros morales. Debe ser el clima y la nostalgia que procuran los urapanes curtidos por el humo y los sauces llorones en las tardes ídem. El caso es que muy pronto los recién llegados sienten la necesidad de juzgar según el rasero que han sufrido en sus primeros meses de vida en el mirador capitalino. No cambian las costumbres pero sí las opiniones, se impone el recelo sobre la indiferencia.
Los efectos de la mirada desde aquellas alturas cercanas a las estrellas no son solo para quienes llegan a vivir a la sabana. También quienes viven lejos comienzan a creer en la supremacía de los poderes capitalinos. De modo que no es raro que los problemas y las soluciones se busquen bajo las columnas del capitolio o los umbrales de los ministerios. En esto la capital y sus burócratas sufren los rigores de una especie de síndrome de omnipotencia. Los poderes ficticios de los que hace alarde por su postura y su moralismo no tienen concordancia con la realidad.
Entonces los periodistas, también con su bastón profesoral, no tienen más que dar una tunda a los funcionarios que tienen cerca y de los que al menos conocen el nombre y el teléfono. Así que la discusión se centra donde no toca y la indignación comienza dar vueltas entre las salas de redacción y los despachos del ejecutivo. Reproches que se saldan a la mañana siguiente con la explicación de un manual de funciones.
Pero pronto todo vuelve a la normalidad. Los buses de la capital se vuelven a chocar, los ladrones vuelven a arrebatar los teléfonos en los paraderos, los jóvenes entran sin pagar a las estaciones atestadas y los centros comerciales cobran de nuevo más de la cuenta en sus parqueaderos. Y las nubes cubren de nuevo la vista en la capital.
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