Por: Pascual Gaviria Uribe.
Han pasado largos años desde su primera elección presidencial y todavía hoy, con más canas y pecados, buena parte de la política de su país se divide entre sus fervientes enemigos y sus leales seguidores.
Los partidos tradicionales pasaron a ser franquicias que estorban y manchan, mientras las aventuras personales marcan las elecciones de hoy. Seis meses antes de su primera elección era un personaje apenas conocido, lejos de los primeros puestos en las encuestas. Era el momento de caminar y cargar contra las élites políticas. Los corruptos y las camarillas partidistas fueron su blanco predilecto durante la primera campaña, había llegado la hora de la honestidad y del trabajo. Y de la guerra.
El terrorismo de la guerrilla dejaba claro al enemigo y las prioridades: mayor protagonismo de los militares, mayores licencias y mayor presupuesto de guerra. Los documentos oficiales dejaban muy clara la estrategia: “Se propone un gobierno CIVIL-MILITAR, en el cual las Fuerzas Armadas conscientes con (sic) su responsabilidad patriótica asumen el compromiso de dirigir los destinos de la Patria”.
Los golpes a la guerrillera se celebraron en todo el país y la popularidad del presidente crecía en la calle y en las encuestas. La opinión entregaba nuevos beneplácitos y privilegios, las victorias militares se tradujeron en victorias políticas. Poco a poco los políticos tradicionales, antes vituperados, comenzaron a sumarse a ese gobierno invencible.
Vinieron las reformas constitucionales para adaptar las instituciones al nuevo mandatario (y a los clamores nacionales). Vino, por supuesto, un segundo periodo presidencial, recién aprobado por un parlamento ya obediente y un triunfo apabullante en las urnas. El pequeño y desconocido candidato de unos años atrás ahora era una suerte de titán autocrático.
Pero aparecieron los aguafiestas desde algunos medios de comunicación y desde una arrinconada oposición. Los abusos militares se hicieron patentes, algunos triunfos militares devinieron en masacres luego de complejos procesos judiciales y las familias de las víctimas arreciaron sus alegatos en contra de un Estado que había asesinado civiles inermes para amedrentar y demostrar el avance de la “legalidad”.
Los organismos de inteligencia comenzaron a seguir a periodistas, opositores y líderes sociales. El gobierno actuaba cada vez más como un cuartel de inteligencia que como un consejo ministerial.
Entonces se hizo necesario un tercer periodo presidencial. Era más un sacrificio personal del líder carismático que una usurpación. El desafuero tenía a las Cortes advertidas y algunos legisladores alertas. Se cargó contra las cortes y se tranzó con los legisladores. Asesores cercanos al presidente fueron condenados por entregar dádivas públicas a congresistas a cambio de facilitar un tercero y salvador periodo.
Los resplandores iniciales se hicieron turbios y las condenas llegaron también para miembros del ejército y funcionarios de inteligencia que demostraron ser la mano negra detrás del gobierno vociferante.
Ahora las grandes discusiones se centran en cuánta justicia es necesaria para ser llamada tal para quienes salvaron la patria, independientemente de algunos excesos, del poder armado y tiránico de las guerrillas. Y por supuesto, en el más grande de los interrogantes: ¿Quién es el heredero legítimo y confiable de aquel presidente que todavía parte al país en dos mitades casi iguales?
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